"Para volar hay que primero alzarse sobre sus propios pies.
No vuela ninguno que primero no esté de pie."

F. Nietzsche

miércoles, 16 de agosto de 2017

¡Para!



Para. Stop. Quieto... Para. No te muevas... Para. Respira. Para... Para.

Últimamente me encuentro a menudo diciendo "Para", a mí, a otros. Es una invitación a la quietud, a un espacio de encuentro con un@ mism@. Me lo digo cuando me sorprendo enfrascado en alguna actividad que, en realidad, no es tan importante. Ni tan urgente. Ni tan vital. Entonces respiro. Me escucho. Y paro. Hoy me gustaría pararme y reflexionar un momento sobre este mecanismo de evitación que es la actividad, la prisa, el no parar.

En mi caso, tiene que ver con una dificultad para estar en contacto conmigo mismo. La lección está muy bien aprendida y la locura es creer que es más importante lo de afuera que lo de adentro. Entonces, me desconecto de mi emoción a través de la acción, de la prisa, de la exigencia, del "lo quiero ya", y me veo cabalgando a lomos de un caballo incansable que no piensa más que en correr hacia una meta que no existe (y, de existir, se iría moviendo cada vez hacia más lejos). Todo puesto al servicio de no estar conmigo, con aquello que siento, sea esto lo que sea.

Cada vez que me paro, me encuentro con un espacio de calma. Puede durar poco, o mucho, no importa. Lo importante es que, cada vez que me paro, me encuentro conmigo.

Os voy a contar una historia:

"Érase una vez, un niño que no encontraba su lugar. A su alrededor, todos le pedían cosas diferentes. Papá le pedía que estudiara, que se estuviera quieto, que no llorara, que se comportara como un hombre, que le obedeciera en todo... Mamá le pedía que fuera bueno, correcto, educado, que se comportara, que se estuviera quieto, callado, siempre con una sonrisa en la boca, que fuera para siempre su niño adorado... Su hermana le pedía que desapareciera, que la dejara sola con papá y mamá, que no molestara, que no interrumpiera, que se metiera en sus cosas... Cada miembro de su familia le pedía cosas diferentes, que se comportara de manera diferente, que fuera un niño diferente para cada uno y, a veces, ¡incluso en más de una forma diferente al día!
No eran los únicos. La familia, los amigos, los profesores, el panadero, la frutera, la señora que pedía limosna en la esquina... ¡todo el mundo le pedía que fuera de una manera diferente!
Así, el niño fue aprendiendo que, tal y como él era, no era bien recibido, y comenzó a disfrazarse para contentar a cada persona a quien él tuviera cariño (y, a veces, incluso a los que no tenía cariño también).

Un día, no se sabe si por cansancio, por estrés o por qué cosa, el niño comenzó a correr. Literalmente,
corría a todas partes. Corría y corría y corría, en un frenesí que, cuanto más corría, más crecía. El cuerpo le pedía correr, todas las células de su cuerpo le pedían correr, hasta su cerebro le decía: ¡Corre! Y el niño empezó a correr, dejando atrás algo, sin saber muy bien qué, pero algo acechante que lo perseguía a todas partes. Algo que amenazaba con alcanzarlo en cuanto el niño se despistara o parase a coger aire. Algo terrible de lo que había que huir... corriendo.

Cuanto más corría, más creía el niño que dejaba atrás aquel fantasma tenebroso. Sin embargo, sabía perfectamente que el fantasma lo seguía, que no cejaba en su empeño de alcanzarlo, y por lo tanto el niño se veía abocado a correr y correr y correr... sin descanso.

El niño, corriendo, fue creciendo y, sin darse cuenta, el correr se le había metido dentro, y la actividad y la prisa constante eran tan normales para él como respirar. Literalmente, se pasaba el día corriendo (aún cuando estuviera sentado en el sofá).
Tanto corrió, que hasta cruzó los océanos, en una carrera sin fin intentando despistar a su fantasma.

Sin embargo un día, un día en el que tanto había corrido que se concedió por fin un descanso, aquel niño abrió su maleta y se encontró cara a cara con su fantasma perseguidor. "Así que estás aquí", le dijo a su fantasma, que lo miraba desde la maleta, escondido entre la ropa. "De nada me ha servido escapar, cruzar los mares, correr y correr y correr intentando despistarte. Siempre has estado aquí".
El niño se dio cuenta de que, en realidad, aquel fantasma eran sus temores más profundos, aquellos como el no ser aceptado, por ejemplo, si se mostraba tal cual era al mundo. Y aquellos temores, por mucho que él intentase correr para dejarlos atrás, formaban parte de él y por tanto viajaban con él a todas partes.

En aquel momento que se encontró con sus miedos guardados en la maleta, el niño decidió que, a partir de aquel momento, dejaría de correr para dejarlos atrás e intentaría caminar, sabiendo que sus miedos iban con él.

Aquel fue el día que el niño dejó de ser niño, y comenzó el camino para convertirse en un hombre."



Este es un cuento inventado por mí, en el que intento hacer una reflexión sobre lo inútil que resulta la actividad frenética como estrategia de evasión.

No importa qué tipo de actividad sea: unos preferimos la actividad física, y nos pasamos el día corriendo de aquí para allá, moviendo el cuerpo, apretándolo y tensionándolo para no relajarlo. Nos volvemos adictos al trabajo, al gimnasio... Otros prefieren la actividad mental, y se pasan el día dando vueltas y más vueltas a los mismos asuntos, intentando analizar cada detalle, en la ilusión de que tienen el control y de que tenerlo les hará sentirse seguros... Otros prefieren la exigencia, la crítica, el juicio: "esto no es así, tiene que ser asá y, además, para ya"... Otros prefieren pasarse el día comiendo, o bebiendo, o follando, o quejándose o drogándose, sin tener realmente la necesidad de ello... Da igual la forma de la actividad si está puesta al servicio de la locura y no de la salud.



La actividad sana es aquella que repara. Aquella que hacemos porque deseamos o necesitamos hacerla (como trabajar para poder pagar las facturas) y que, cuando la finalizamos, nos podemos dar el permiso de tomarnos un descanso y disfrutar del trabajo hecho (incluso si la tarea no está terminada y hay que retomarla al día siguiente).

La actividad neurótica es aquella que realizamos sin atender a nuestras necesidades reales (por ejemplo trabajar por encima de mis límites creyendo que así seremos mejor valorados), poniendo por encima ideas y creencias ajenas (siguiendo el ejemplo: el trabajador que más horas trabaja es más eficiente) y pasando por encima de nuestros límites, como el cansancio, el hambre o el derecho al descanso.


Uno cree que haciendo se olvida de la pena, el miedo o el dolor, pero lo cierto es que sólo los hecho a un lado, volviéndome ciego a aquello que me duele, en la vana creencia de que, si no lo veo, no existe. Esto no es, obviamente, cierto en modo alguno, y lo único que hacemos es irnos entrenando en la ceguera ante lo que nos duele. De lo que no nos damos cuenta es que, si nos volvemos ciegos a lo desagradable, también nos volvemos ciegos a lo agradable de la vida.

Vivimos en un mundo que nos enseña a distraernos desde bien pequeños, que nos insta a mirar una pantalla antes que a mirarnos hacia dentro o a la cara de quien tenemos al lado, y tanto nos hemos creído que esto es así, que aquellos que apartan la mirada de la pantalla para atender a su interior son tachados de "locos". ¿No os parece una locura?

Nos hemos creído que, si nos paramos, el monstruo nos alcanzará y el encuentro será terrible. Seremos poco menos que devorados por la Bestia. Sin embargo, lo cierto es que parar nuestra actividad evasiva nos sirve para encontrarnos con nosotr@s mism@s.

Así que, cuando te encuentres en medio de un hacer continuo, de una actividad frenética, de un no parar constante... Párate, respira y pregúntate "¿Para qué estoy haciendo esto?"

Es cierto. Puede que al parar, nos encontremos con algo desagradable. Con algo doloroso. Con algo terrible. Pero, ¿sabes qué? Al menos será VERDAD, será algo tuyo y ante lo que tienes todo el derecho de pararte.

Lo único de que escapamos con este correr frenético es de nosotros mismos. Tú decides.

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