El miedo y el cambio
"Sólo el cambio en la actitud del individuo inicia el cambio en la psicología de la nación".
C.G. Jung.
Ante los momentos decisivos, siempre hay para mí un momento de zozobra. Un temblor recorre mi cuerpo, de manera casi imperceptible, antes de dar el paso, de tomar la decisión.
Vivimos momentos importantes (y al fin y al cabo, ¿cuáles no lo son?), en los que tomar una decisión no concierne solamente al individuo (que es el que importa) sino también al conjunto social. Y en este momento de incertidumbre, me parece advertir a mi alrededor ese mismo temblor, casi imperceptible, previo a la toma de decisión. Al fin y al cabo, como digo, se trata de una decisión importante.
El miedo, en este momento, puede ser un arma de doble filo: si lo tomo de la mano y lo escucho, me puede advertir del peligro, invitarme a cuidarme aún asumiendo algún tipo de riesgo. De hecho, será el miedo y la segregación de adrenalina que lo acompaña, el que me ayude a asumir y/o enfrentar los riesgos que hayan de venir. Sin embargo, si no atiendo a mi miedo, si lo dejo agazapado en las sombras, éste crece y se acaba convirtiendo en un tirano que domina mi vida. Y entonces me asusto, me paralizo y rezo por que nada se mueva. O quizás huyo desesperado sin mirar a dónde voy. O quizás decido meterme de cabeza en la cueva del lobo... me acabo poniendo en peligro.
Estos días se habla mucho del cambio y, escuchando lo que sucede a mi alrededor, no puedo evitar escuchar también el miedo que hay a que ese cambio se acabe de concretar. Esto me ha hecho reflexionar hoy, y quisiera compartir esta reflexión con tod@s vosotr@s.
Todos tenemos miedo al cambio. Aún si, conscientemente, sabemos de nuestra necesidad para que un cambio se produzca, es inevitable sentir miedo a que esto sea así, a que algo se mueva. No en vano nos hemos ido construyendo, día a día, año a año, toda una estructura cuya fuerza está destinada, precisamente, a que nada cambie. Esta estructura se sostiene en los huesos, en los músculos, y también en las emociones (a base de creencias, prejuicios, prohibiciones, heridas sin curar, resentimientos... ), conformando un armazón psicocorporal que retiene en nuestro interior, a base de bloqueos, todo aquello que hemos decidido no mostrar al mundo: nuestra sensibilidad, nuestra parte más tierna o más rabiosa, nuestro niño interior, nuestro gozo sexual, nuestra locura... una parte deliciosa de nuestra esencia.
Nuestra resistencia al cambio tiene que ver con el miedo a que estas partes, vulnerables y oscuras, al mostrarlas, sean juzgadas y rechazadas por nuestro entorno (tal y como nosotros ya las hemos juzgado previamente) pero también tiene que ver con otro asunto quizás más sutil: la comodidad.
Al fin y al cabo, que algo se mueva en nuestra vida siempre supone un momento de incomodidad, de malestar y molestia, de reajuste, "¿para qué cambias, caramba? ¡quédate como estabas!" "¡con lo bien que se estaba hasta ahora!" "¡no te salgas del tiesto!" "más vale malo conocido..." Si algo se mueve, todo se mueve y yo, inevitablemente, me tengo que mover. Y esto, si no lo hago de manera inconsciente o reactiva, supone asumir mi responsabilidad, asumir ese cambio y decidir dónde me quiero colocar, aquí y ahora. ¡Y vaya si esto rasca!
En terapia, la inmensa mayoría de los pacientes vamos buscando un cambio en nuestra vida. Algo ha pasado ya, que me he dado cuenta de que las cosas, tal y como están, no funcionan. Necesito cambiar y, consciente de mi dificultad, busco ayuda profesional. Claro que las más de las veces, esto en el fondo quiere decir que, en realidad, queremos que sea el terapeuta el que nos diga qué y cómo cambiar, pasándole la responsabilidad de algo que me compete solamente a mi.
Y ahí estamos, pidiendo, peleando, rogando por que se produzca ese cambio... intentando que ese cambio sea decisivo, grande, importante... y al mismo tiempo luchando para que no cambie todo, que no cambie tanto, que cambie, "sólo eso" y no afecte al resto de mi vida...
Por suerte, los cambios no se producen por voluntad, de lo contrario estaríamos en un mundo totalmente desquiciado. Lo dice Fritz Perls: "Los cambios deliberados no resultan. Los cambios se realizan solos". Y esto es así. Uno solo puede cambiar cuando está preparado, y para esto ha de pasar todo un proceso en el que se involucre tanto el cuerpo, como la mente, como el alma. Al cambio se llega con voluntad, pero sobre todo con experiencia y observación, habiendo pasado por situaciones nuevas, asumiendo riesgos a los que no estoy habituado, conociendo mis miedos y experimentando dónde están mis bloqueos y dificultades. Observando cómo hago, cómo me la juego o cómo hago para no jugármela. Al cambio, en fin, se llega por asimilación.
En este proceso, se pasa por la disolución de algunos de nuestros mecanismos de defensa. Esto no quiere decir que dejen de existir, sino que, gracias a la experiencia, me he podido dar cuenta de cómo funcionan en mí y observar su proceso, de modo que, llega un momento en que tengo otras referencias, de repente sé (con todo mi ser) que lo que antes sólo podía ser de una manera ahora tiene varios caminos posibles, mis opciones han aumentado y, lo mejor de todo... algunas de estas nuevas opciones no me hacen daño. Y, entonces, ocurre el cambio.
Para llegar a ese punto, como describe Perls, es necesario ir atravesando las capas de la cebolla. Del mismo modo que una cebolla tiene varias capas, así también nuestra neurosis se va conformando, dejando bien resguardado en su corazón el tesoro más preciado: la conexión con mi esencia, la liberación de todo aquello que puedo y quiero llegar a ser. De este modo, el proceso terapéutico se propone ir atravesando estas capas, siempre desde el exterior, desde las más "asequibles" y "mostrables" a las más comprometidas. En el paso de una a la siguiente de estas capas, siempre hay un momento de incertidumbre... este es el momento crucial, en el que me doy cuenta de que lo viejo ya no me sirve, y también de que lo nuevo todavía no lo conozco, aún no sé con qué me voy a encontrar, o si me va a gustar o no lo que encuentre... sostener ese momento de incertidumbre, de miedo, de incomodidad, es un momento de madurez, un lugar de responsabilidad y compromiso conmigo mismo. Y no, no es nada fácil.
Llegar al cambio lo vivo como una travesía por el desierto, dura, áspera, en la que siento que muchas veces está en juego mi supervivencia. En la que aparecen espejismos que me confunden y me llevan de vuelta a lo conocido. Los oasis aparecen como momentos de refuerzo, de darme cuenta de que voy por el buen camino, momentos en los que nutrirme de lo vivido y descansar, tomar fuerzas para continuar la travesía, la noche oscura del alma cuya recompensa final es la comunión conmigo mismo.
El cambio, dice A.R. Beissier, se produce cuando uno se convierte en lo que es, no cuando trata de convertirse en lo que no es.
Y sí. Sí se puede.
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