"Para volar hay que primero alzarse sobre sus propios pies.
No vuela ninguno que primero no esté de pie."

F. Nietzsche

lunes, 3 de febrero de 2014

¿Y quién escucha?



A la hora de decidir acudir a una terapia, me ocurre que uno de mis primeros pensamientos es, ¿quién va a estar al otro lado? El miedo a exponerme ayuda a agrandar y oscurecer en mi imaginación la figura de aquel que se pueda poner en frente y escuchar y acompañar mis miserias.

En un encuentro terapéutico hay, al menos, dos figuras: el paciente y el terapeuta. El paciente acude a terapia con su asunto, su angustia, su miedo, su parálisis, su indiferencia... y, en frente, se sitúa el terapeuta, también con su asunto, sus angustias, miedos, parálisis, indiferencias... entonces, ¿qué diferencia hay entre uno y otro?

La diferencia está en el camino recorrido. El terapeuta (al menos, en terapia gestalt) es aquel que ha comenzado el camino del encuentro consigo mismo un poco antes, y por tanto lleva un trecho más recorrido que el paciente. El terapeuta lleva, efectivamente, una ventaja, al irse reconociendo a sí mismo en su caminar, en su darse cuenta diario, en el mantener la presencia en el aquí y ahora lo más posible, en asumir la responsabilidad de su vida, en reconocer su propia enfermedad y estar disponible para acompañar a aquellos que acuden en necesidad. El terapeuta es aquel que escucha.

Entiendo que, como terapeuta, uno no puede separarse de su propio autoconocimiento. Quiero decir que, una de las responsabilidades del terapeuta es la de ahondar y continuar en el trabajo consigo mismo: continuar formándose, supervisar su trabajo y, probablemente lo más importante (para mí), acudir como paciente a su propia terapia. Para mí ésta fue una de las grandes sorpresas que me encontré a la hora de conocer la Terapia Gestalt: el terapeuta se reconoce a sí mismo y primero de todo, como un enfermo más, y, como tal, se coloca delante de sus pacientes. Es precisamente en ese reconocerse a sí mismo como enfermo que se encuentra el camino a la salud. ¿Acaso debería ponerme por encima de mis pacientes y creerme que soy el único sano, aquí? ¿O es que soy tan ciego que no soy capaz de ver mi propia neurosis latiendo a cada instante? En ese caso, el terapeuta no sería capaz de verse a sí mismo y, por supuesto, tampoco a la persona que tenga en frente.



Entonces, ¿dónde está el valor terapéutico? Primeramente, desde luego, en la actitud del terapeuta. El cómo uno se sitúa delante de su paciente, el desde dónde. Y en este reconocerse como un enfermo más, sin necesidad de ocultar su herida fundamental ni creerse mejor/mayor que su paciente, sino sabiéndose igual de neurótico que los demás, el terapeuta encuentra una vía de salud que puede facilitar el encuentro con su paciente. Ocurre aquí un acto de humildad, y también un encuentro sagrado. Como recitan los sufís, "la herida es aquel lugar por donde entra la luz". Si yo no hago otra cosa más que esconderme a mí mismo, ocultar mi propia locura, esconder mi corazón dañado no vaya a ser que alguien se ría de él, lo que hago es meterme dentro de un cajón y tirar la llave. Y ahí dentro no entrará el aire ni la luz. Al contrario, es cuando me siento delante del otro con mi corazón en la mano, cuando ocurre la posibilidad de encontrarme contigo, y si es así, el encuentro será terapéutico.

Todo es tarea de escucha. Y la escucha terapéutica no se reduce a sentarme contigo y atender a tu discurso. Escucho tus palabras y tu tono de voz, que sube y baja, aturde y emociona. Escucho tu cuerpo, que habla a veces más claro que tu discurso, abriéndose y cerrándose a los temas espinosos. Escucho las palabras que compartes, y el sentido que éstas tienen, especialmente cuando se distraen y salen sin querer, como traicionando a la mente que lo tenía todo tan bien orquestado. Y si te escucho, si tú te sientes escuchado, entonces de verdad estoy contigo, y esto sana.

Me gusta pensar en el terapeuta como lo describe Francisco Peñarrubia en su Vía del vacío fértil: un artista que, bien entrenado en una técnica, sabe olvidarse de ella para dejarse llevar por su guía interno y sus mensajes constantes. Una persona que se fía de su voz interior y sigue su intuición, y plasma en la terapia, como en un cuadro, todos los colores que ocurren en el encuentro (y si no todos, al menos los que sea capaz de ver más claros), utilizando para ello todas las herramientas de que pueda disponer, gracias a su entrenamiento continuo: intuición, sabiduría, experiencia, creatividad, expresión corporal, música... Y es que "la terapia como arte supone [..] un grado mayor de madurez respecto a la terapia como técnica" [F. Peñarrubia, o.c.]

Personalmente, creo que pocas definiciones sobre la figura del terapeuta me llegan más al corazón que la de Guillermo Borja, cuyas palabras me resuenan casi como un poema, con el que me gustaría terminar:

"El terapeuta es como un viejo que ya recorrió el camino y eso es una actitud que no se puede transmitir con palabras. La presencia misma son las arrugas que tiene, las heridas cuyas cicatrices son visibles para el paciente. La presencia da confianza y da la posibilidad de continuar, de saber que uno va bien."

Guillermo Borja, La locura lo cura.