"Para volar hay que primero alzarse sobre sus propios pies.
No vuela ninguno que primero no esté de pie."

F. Nietzsche

viernes, 31 de octubre de 2014

Atención, el Cuerpo responde


A lo largo de mi experiencia profesional, tanto como terapeuta Gestalt como terapeuta corporal, el cuerpo aparece como la herramienta, como la verdad última e incontestable, como la referencia más clara a la hora de atender a lo que me pasa.

Todos los procesos emocionales pasan a través del cuerpo. Las emociones se sienten, se viven. Si quiero saber cómo me siento, no tengo más que lanzar una sonda hacia mi interior y esperar a conocer la respuesta, sentirla. A veces puede haber dudas, pero estas tienen que ver con no querer asumir mi emoción. Como todas las dudas, se trata de una resistencia a la responsabilidad.

El cuerpo está. El cuerpo está ahí, aquí y ahora. Vive en absoluto presente, las 24 horas del día, no existe otra posibilidad: no puede proyectarse al futuro ni quedarse enganchado al pasado. Lo que sea que le sucede, le sucede ahora. Por eso es que el cuerpo es el ancla perfecta para vivir en el presente. Si lo tomo como referencia, el asunto aparece inexcusablemente. Otra cosa es que yo lo quiera tomar, que esté dispuesto a hacerme responsable de lo que me pasa.

Un ejemplo que a mí me lo deja muy claro es la relación con la enfermedad. El síntoma, para ser síntoma y aparecer como tal, ha recorrido un larguísimo camino, desde su origen mental o emocional (o incluso espiritual, si nos ponemos) hasta su expresión física. Cuando llega al cuerpo, el síntoma aparece ya como algo inevitable. Puedo enfadarme y pelearme con él. Puedo obviarlo y olvidarme que existe. Puedo agrandarlo, ponerle una lupa que lo magnifique al extremo. Todo son maneras de evitar darme cuenta de que algo está pasando, me está pasando. Lo que sea por no verlo. Y sin embargo está ahí, mostrando claramente lo que hay, a quien quiera ponerle atención.


En este aspecto, Adriana Schnake escribió un estupendo libro, Enfermedad, síntoma y carácter (Ed. Del Nuevo Extremo, 2007), en el que nos enseña la posibilidad de ponernos de cara a la enfermedad, a sentarla en el sillón y establecer un diálogo con ella, con sus síntomas (su manera de hablar), y tener la oportunidad de escuchar. ¿Para qué estoy enfermo? ¿Qué cosa me está ocurriendo que aparece en forma de síntoma? ¿Cuál es mi necesidad, detrás de esta enfermedad? Otro libro que revolucionó mi forma de ver las enfermedades es Obedece a tu cuerpo, ¡ámate! (Ed. Sirio, 2008), de Lise Bourbeau, en el que ver el significado emocional y metafísico detrás de los procesos físicos. Pero el asunto enfermedad se merece un artículo por sí mismo.

Claro, muchos dicen: "escucha tu cuerpo" y, efectivamente, éste es el asunto. Pero, ¿cómo se escucha al cuerpo? ¿cómo se aprende su idioma, sus signos? Entiendo que cada uno puede tener su manera. Para mí, el secreto está en parar. Parar, así de sencillo. Parar, en todos los aspectos. Parar el hacer, parar el discurso, la rueda mental, la trituradora. Parar la excusa, el mecanismo, lo automático. En el parar, encuentro que ya tengo una actitud de escucha, algo que se me antoja indispensable si uno quiere escuchar. Para escuchar, para escucharte, lo primero es estar dispuesto a escuchar, y esto significa aceptar el riesgo de que lo que me digas, igual no me gusta. Pero yo escucho. Estoy atento a lo que me quieres decir.

Como persona de teatro, he tenido la enorme suerte de poder asistir a un entrenamiento corporal al que no todos estamos expuestos en este mundo nuestro. Esa es otra de las grandes herramientas si quiero volver al cuerpo. El actor tiene en el cuerpo una de sus herramientas indispensables, al punto de que un gesto, un movimiento, una manera de respirar, lo pone en contacto inmediato con la emoción de su personaje, y la transmisión de esto al público. Para que esto sea posible, el actor ha de afinar al máximo su técnica expresiva y su escucha corporal, y la historia del teatro ha desarrollado una inmensa gama de ejercicios en que uno se pueda entrenar en la relación con su cuerpo.

Esto es algo fantástico, ¿no? Descubrir que esto se puede entrenar, que puedo practicar mi relación con mi cuerpo y mi escucha. No sólo a través del teatro. También aparecen el yoga, el tai-chi, el baile, la danza, el movimiento libre y espontáneo, todas las técnicas de expresión corporal, la bioenergética, la meditación, los masajes, la respiración.... Todas están bien, siempre que uno esté dispuesto a escuchar (a veces ni eso, la respuesta del cuerpo es tan clara, tan obvia, que a uno no le queda más remedio que atenderla). Y esto es lo mejor de todo: el cuerpo responde.


Hemos invertido mucho tiempo y mucho esfuerzo en llegar a ser como somos. También, a nivel inconsciente. Al tiempo que llegamos a este mundo, comenzamos a modelar nuestro cuerpo a la par que nuestro carácter. Reich, Lowen, Naranjo, Albert... todos estos maestros nos ayudan a aclarar la relación del cuerpo con el carácter. Nuestro cuerpo se va modelando con los envites de la vida, con lo agradable, y también con lo desagradable. A medida que vamos creciendo, se va conformando nuestra coraza, la famosa coraza muscular. Dispuesta a sostener nuestra locura, se vuelve rígida para que nada se mueva, de modo que van apareciendo bloqueos en diferentes partes del cuerpo, estancando la energía y el correcto flujo energético entre nuestros centros (mental, emocional, motor). Los bloqueos aparecen en un momento de nuestra vida y, en este sentido, tienen que ver con nuestro pasado, Sin embargo, lo que los mantiene activos es nuestra actualización en el presente, el entender que, de alguna manera (aunque sea neurótica), estar bloqueado todavía me sirve para algo, aquí y ahora. En el fondo, las técnicas que antes mencioné tienen que ver con la liberación de estos bloqueos.

El bloqueo esconde una herida y es por eso que es tan difícil tocarlo. Cuando lo toco, aparece la posibilidad de ver mi herida, y esto duele. Y como duele, me aparto y me vuelvo a bloquear. Con entrenamiento (físico, terapéutico), puedo empezar a sostener un poco más este contacto doloroso. Esto ya es escuchar. Sostener el dolor es cuidar la herida, comenzar a repararla.

Como decía Rumi,

la herida es el lugar por donde entra la luz


Esto es, para mí, escuchar al cuerpo.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Mi parte Oscura: Encuentro con la Sombra

Negra Sombra

Cando penso que te fuches,
negra sombra que me asombras,
ó pé dos meus cabezales
tornas facéndome mofa.

Cando maxino que es ida,
no mesmo sol te me amostras,
i eres a estrela que brila
i eres o vento que zoa.

Si cantan, es ti que cantas,
si choran, es ti que choras,
i es o marmurio do río
i es a noite i es a aurora.

En todo estás e ti es todo,
pra min i en min mesma moras,
nin me abandonarás ti nunca,
sombra que sempre me asombras.

Rosalía de Castro




Acercarse a la Sombra siempre entraña un riesgo. Como todo en la vida, a mayor riesgo, mayor ganancia. Y la ganancia de acercarse a la Sombra es grande: nada menos que conocer tu otra mitad, esa que se oculta.

Así que si la ganancia es grande, el riesgo también lo es. ¿Y qué riesgo puede suponer acercarse a algo que forma parte de mí? La conciencia, el conocimiento, la responsabilidad.

La Sombra está formada por todo aquello que niego de mí, por todo lo que no quiero ver de mí mismo, tanto lo que reprimo de manera más o menos consciente, como lo que está guardado bajo tantas capas que ni siquiera me doy cuenta que está ahí.

Para cada uno, la Sombra supone algo diferente, aunque siempre suele haber cosas comunes, rechazadas por el ámbito social y cultural en el que vivimos. Por una parte, rechazo de mí lo que creo rechazable por los demás, aquello que si muestro, me van a decir "No", como tantas veces me han dicho. Por otra, rechazo de mí lo que ni yo mismo puedo sostener que exista en mi persona. Lo instintivo, la respuesta visceral y animal. La rabia y su expresión. El dolor y el abismo. El deseo. La sensualidad. Mi lado tierno. Mi lado femenino o masculino. La locura. El disfrute sin juicios de lo bueno que me da la vida. El juicio sumario, la crítica. El miedo paralizador.


Cada uno va componiendo su Sombra a medida que va creciendo y aprendiendo del entorno lo que es "bueno" y lo que es "malo", y a cada cosa que vamos añadiendo el adjetivo de "malo", la vamos metiendo en el saco oscuro que acaba conformando mi Sombra. Para unos mostrar su parte miedosa será inaprensible. Para otros, su sensibilidad y ternura. Para otros, mostrar su deseo o su capacidad de disfrute. Para mí una de las partes más dificultosas supone mostrar mi rabia, mi enfado. Mostrarla, llegarla a sentir, incluso, me produce de inmediato una parálisis, una dificultad para asumir esta sensación y para actuarla. Me conecta con un punto de vulnerabilidad extrema. A esto va unido el juicio: "si me cabreo contigo soy una mala persona". Esto es algo que supone demasiado para mí, no lo puedo asumir, y por tanto lo reprimo.

El juicio aquí supone un acto retroflexivo de represión: "esto no lo puedo enseñar... es malo... qué van a pensar de mí... si lo hago soy una mala persona..." Y, como siempre que reprimo algo que es espontáneo y natural, me hago daño. Conocer mi Sombra supone conocerme mejor, ver la parte que siempre llevo conmigo y que pocas veces quiero o me permito ver o, si llego a intuirla, me niego a mostrar.

Todos queremos ser buenos (¿todos?), aceptados, queridos. Mostrar la parte oscura supone aceptar el riesgo de que al otro no le gustes, te rechace, se vaya. Si para mí es muy importante lo que pienses tú de mí, que no te vayas de mi lado, haré todo lo que esté en mi mano para que esto no ocurra. Si entiendo que hay algo en mí que no te gusta, lo escondo. A medida que puedo aceptarme un poco más, puedo estar conmigo mismo un poco más, y entonces, ya no dependo tanto de tu opinión y tu aceptación, y puedo mostrar aquello que necesite mostrar.

Hablamos de necesidad, esto es, aquello que es necesario para vivir. Y esto, por supuesto, puede ser algo doloroso o placentero. No se trata de ser buenos o malos. Se trata de ser más libres, completos.

Mostrarme, enseñar al mundo aquello que ni yo mismo quiero ver de mí, es por supuesto un acto reparador e integrador, sobre todo si lo hago con conciencia. Conociendo mi lado tenebroso comienzo a admitirlo y, por paradójico que parezca, a descubrir que no es tan malo. Esto amplía mi universo, mi capacidad de ver, vivir y estar en el mundo. Ya no tengo en mi mano unas cuantas respuestas aprendidas para relacionarme. Ahora he crecido, tengo un abanico mayor. No sólo te tengo que responder con mi sonrisa, aunque sea forzada. Ahora también te puedo fruncir el ceño y volverte la espalda. Ahora me puedo dar permiso. Esto es lo que yo entiendo que Fritz Perls quiere decir cuando afirma que todos somos 50% hijos de Dios y 50% hijos de puta. Todos tenemos Sombra, todos tenemos una parte que no nos gusta de nosotros mismos y que evitamos mostrar y hasta sentir. Sólo conociéndola, poniendo luz a las sombras, podremos llegar a integrarla y ser seres completos.

Así, conocer mi Sombra implica conocerme un poco más, conocer la parte desagradable y ardua de mí mismo. Y conocer esto, tener conciencia de cómo es mi parte "oscura", implica no poder volver a estar ciego (salvo que realice una labor titánica de desconexión), no poder volver a olvidarme de que esto, que no me gusta, también soy yo. Entonces, me puedo hacer responsable de mí, de lo que quiero. Es un acto de crecimiento.

Como dice C.G. Jung, uno de los grandes maestros en el trabajo sobre la Sombra y el inconsciente: "Lo que niegas te somete. Lo que aceptas te transforma."

Conectar con mi Sombra, conocerla, darle permiso para mostrarse, supone conectar con mi parte instintiva, con mi intuición y con mi inconsciente, con una parte desconocida y por tanto peligrosa. Todos sabemos que los fantasmas nos asustan, nos dan miedo, mejor no verlos. Y la Sombra supone un fantasma grande. Claro que ver al fantasma, ponerle nombre, acotarlo y expresarlo, le quita poder, lo hace más pequeño y, poco a poco, asumible. La Sombra ya no es tan grande y tenebrosa, ya no me inunda en un abismo de terror, ahora puedo caminar a su lado.

Este artículo nace de la inspiración en el artículo "La punta del iceberg", de mi amiga y colega Rosi Fernández Cuiñas, y en el trabajo que sobre la Sombra estamos realizando en los talleres de Teatro Emocional.





miércoles, 12 de marzo de 2014

Despedida y Cierre



Dicen que cuando una puerta se cierra, una ventana se abre. No sé si esto es siempre así, pero es indudable que la vida está llena de oportunidades y a veces es necesario terminar con un asunto antes de poder comenzar con otro.

En terapia, como en la vida (lo uno no es indiferente a lo otro), es tan importante abrir como cerrar. Abrir una sesión o una serie de sesiones implica colocarse, centrarse en el asunto en que uno está, poner conciencia al aquí y ahora de lo que me sucede y hacerme responsable de lo que necesito. Cerrar realmente implica lo mismo, al menos en cuanto a la conciencia de que lo que estoy haciendo aquí y ahora es terminar con un ciclo, con un asunto.

Cuando soy consciente de que algo ha llegado a su fin, se abren ante mí dos posibilidades: mantenerme pegado a esa situación o dejarla marchar. Lo uno me mantiene en la locura de siempre, gastando mi energía en un asunto permanentemente inconcluso, recurrente, que vendrá una y otra vez. Lo otro me libera de esa carga. Dejar marchar es dejar morir, dar permiso para que algo concluya, desprendiéndome y siguiendo mi camino.


En la mitología nórdica existe la leyenda de las nornas, espíritus divinos que viven a los pies del árbol Yggdrasil, el árbol del mundo, donde tejen sin descanso su telar, en el que cada uno de sus hilos representa la vida de un hombre. La longitud de dicho hilo dará la medida para el tiempo que vivirá cada persona. El mismo mito existe en la Grecia antigua, donde las parcas rigen el destino de la vida de los hombres: una desmadeja el hilo de la vida, otra lo alarga, y finalmente otra lo corta. Cada cosa tiene su principio y su final, y aceptar lo uno y lo otro implica aceptar la realidad tal cual es, con su duración e intensidad.

Aceptar el final de algo en mi vida significa cuidarme. Igual que las nornas cuidan y riegan el árbol de la vida, uno riega y cuida como puede su vida en su día a día. Si me mantengo pendiente de las historias que tengo por cerrar, no tengo disponibilidad (o ésta será muy precaria) para hacerme cargo de lo que sucede en mi presente, impidiéndome por tanto poder disfrutar y saborear lo que me suceda aquí y ahora. Por tanto soltar los hilos que me mantienen atado me ayudan a tenerme en cuenta y a aumentar el registro de sabores que puedo paladear a cada momento.

¿Y cómo, entonces, cerrar un asunto? Personalmente creo que lo primero es el darse cuenta de que lo que sea, se ha acabado. Ser consciente de que efectivamente algo se ha acabado me da la fuerza necesaria para poder despedirme. Por eso es tan importante sacar a la luz todos esos viejos asuntos pendientes del pasado. El pasado ya no existe. Todo eso está muerto ya. Lo que queda, es mi empecinamiento en mantenerme ahí, insuflándoles vida a cuerpos muertos, como el doctor Frankenstein, manteniéndome en la locura de que aquello que sucedió entonces (la pelea, la muerte de un ser querido, el fin de una relación, mi salud o enfermedad, aquel trabajo que no salió...) sigue vivo aquí y ahora y, por tanto, manteniendo muertas todas las zonas de mi ser que permanecen pegadas a ese asunto.

Entonces, puedo probar a despedirme. Una vez soy consciente de que mi asunto está ya muerto, llega el momento del duelo. Y el duelo implica desde luego siempre un dolor, el dolor de la despedida, sabiendo que aquello (fuera gustoso o desagradable) que era ya no será más. Ya no volveré a verte. Ya no volveré a sentir tu calor o a escuchar tus gritos. Ya no volveré a levantarme a las 7:30 para ir a trabajar. Eso se acabó. Adiós. El lenguaje es muy sabio, por eso en castellano para despedirnos utilizamos el Adiós, es decir a-Dios, y a Dios le mando el muerto, al cielo o a donde corresponda, ahora ya no es asunto mío.

Cerrar, entonces, abre la puerta a la despedida. Y ésta puede ser larga o corta, gustosa o no. A veces se mezclan sentimientos de alivio y añoranza, y de miedo a lo que vendrá ahora, pues esto que me era tan conocido y que tan presente estaba día a día ya no está. Ahora hay espacio para que entren cosas nuevas. Puedo despedirme con un apretón de manos o con un portazo, eso ya depende de mí.

El duelo también tendrá su duración. Hoy en día en nuestra sociedad actual ya no se lleva tanto aquello de velar al muerto, que antes se hacía de manera natural, en las propias casas, en el lugar donde el muerto había vivido, rodeado de sus cosas y sus familiares. El proceso de velatorio tenía desde luego una función, y ésta era hacer a los seres queridos conscientes de la pérdida, del nuevo estado de nuestro familiar, de que algo ha cambiado y ya no volverá a ser lo mismo. Además, permitía la despedida y el comienzo del duelo, es decir, de sentir el dolor que la pérdida me causa. Todo este proceso, aún teñido de dolor y muerte, es esencialmente reparador, pues me permite dejar al muerto en su lugar, darle el estatus que le corresponde ahora, y yo ocuparme en mi presente.

Esto, desde luego, no implica que se muera el cariño que se sentía. Algo cambia, y el amor permanece.

El cierre, entonces, es como un vaciarse de algo que ya no me sirve para crear espacio nuevo, para que algo nuevo llegue y llene mi vida. La vida, las personas, los ciclos vienen y van, y en nuestra mano está qué hacer con el tiempo que nos ha sido dado.


domingo, 2 de marzo de 2014

El Teatro como Oportunidad



"A menudo, en el origen de toda marcha creadora hay una herida. Esta herida nos ha alejado de algo que era vital para nosotros y esto ha marcado a una parte de nosotros que permanece en exilio en lo más profundo de nuestro interior".

Eugenio Barba


Las palabras de Eugenio Barba, uno de los más grandes creadores e investigadores teatrales del siglo XX, me emocionan y remueven algo en mi alma. Probablemente, el lugar justo de mi herida vital, aquél que él mismo menciona. No puedo hacer más que refrendar estas palabras e incluirlas como prólogo a este texto dedicado al Teatro como herramienta de autoconocimiento.

El teatro llegó a mi vida como una ventolera que de repente abre una puerta. Me hallaba en un momento vital sumamente desagradable y descorazonador, en el que no encontraba un horizonte de esperanza. Estaba estudiando una carrera que no me gustaba y que a todas luces se estaba convirtiendo en infinita. Como una broma del destino, dentro de las materias a estudiar, apareció la normativa de las asignaturas de libre configuración, y dentro de las opciones posibles, estaba el Aula Universitaria de Teatro. Conste que no era mi primera opción, pero allí había plazas. Así que comencé con unas clases diferentes a todo lo que hasta entonces había hecho: expresión corporal, música, contacto... Para mí no sólo significó un soplo de aire fresco y vital, sino una revolución emocional y espiritual: comencé a utilizar las clases de teatro como mi primer lugar de terapia. Sin saberlo, sin conciencia, mi necesidad de expresar lo que me pasaba por dentro y mi ansia de saber que la vida no era sólo aquel pozo en que me encontraba, sino que era algo más, encontraron su lugar en el Teatro.

Desde entonces mi vida ha dado muchas vueltas y he ido y venido de y hacia el teatro muchas veces y en muchas formas: actuando, escribiendo, dirigiendo, enseñando, hasta que hace relativamente poco, guiado de nuevo por una necesidad vital, el Teatro vuelve a mi vida como vía de rescate, de crecimiento profesional y humano; en este caso a través de los cursos de Teatro Emocional, creados por mí en 2013 e inspirados en lo aprendido al lado de grandes maestros: Teatro de Ningures, Etelvino Vázquez, Alfredo Rodríguez, Néstor Muzo, Ramón Resino.

Como afirma Peter Brook, el teatro posee una cualidad sanadora. Para aquellos que lo practican de manera más o menos profesional, significa un entrenamiento diario, un contacto habitual con el cuerpo y la emoción. Da igual qué escuela se siga a la hora de estudiar, interpretar o montar una representación, el teatro siempre necesita de la expresión corporal y emocional del actor (el que actúa, es decir, aquel que hace). De esta manera, los actores ejercitan su cuerpo e indagan en su mundo emocional como vía de entrada y estudio al personaje, cuyo destino han de representar y hacer real en la escena.

De ahí que sean numerosas las escuelas de terapia y crecimiento personal que incluyen hoy en día el teatro dentro de las herramientas que utilizan. Por una parte, y como ya he dicho, el entrenamiento teatral permite una conexión diáfana con el cuerpo. Las rutinas de ejercicios y de expresión corporal nos dan una devolución incontestable: yo soy todo aquello que me pasa, y lo que me pasa, pasa siempre a través de mi cuerpo. Reconectar con mi cuerpo es reconectar con mis sensaciones, re-sensibilizarme, volver a sentir, de alguna manera, con la oportunidad de aprender a discernir lo que realmente me pasa, lo que siento, de aquello que creo que me ocurre. La verdad corporal es nuestra conexión más inmediata con el presente, con el aquí y ahora gestáltico.

Por otro lado tenemos el contacto emocional. El actor necesita hacer llegar un determinado mensaje al público, un mensaje que muchas veces es ajeno y ha de convertir en propio, en verdadero, salido de sus propias entrañas. En este sentido, el actor -como persona- siente y está en contacto permanente con sus emociones, en un ejercicio de escucha interna (lo que me pasa) y externa (lo que le ocurre a mis compañeros de escena y al público) que, si es fluido, puede llegar a conmover.

Además, tenemos la oportunidad de ponernos un disfraz, una máscara, de convertirnos en otra persona (del latín persona, nombre que les daban a las máscaras utilizadas en el teatro). El personaje nos ayuda a experimentar momentos nuevos, modos de relacionarnos diferentes, puntos de vista que no tienen que ser necesariamente el mío, con la distancia necesaria de un observador. Gracias al personaje, me puedo dar a mí mismo la oportunidad de experimentar cosas que en mi vida diaria probablemente no me permito: gritar, llorar, reír, patalear... en un entorno seguro, sin dejarme arrastrar por la intensidad de estas emociones.

Y, por supuesto, está su parte sagrada. El origen del teatro se pierde en la noche de los tiempos y tiene una marcada raíz religiosa. En la Grecia antigua, el teatro nace como homenaje a los dioses, representando sus misterios. El sacerdote es el primer actor, y con su persona pone en comunicación lo divino con lo humano: hace llegar el mensaje de los dioses a los hombres. He ahí el carácter sagrado del ejercicio teatral: ayuda a poner en contacto mi parte humana con mi parte divina.



Claro que no es casualidad que los primeros misterios representados fueran, precisamente, los de Dionisio, el dios más carnal de todos y, por tanto, rival de Apolo. En ambos el dios padre, Zeus, divide al que debía ser su hijo natural (y por tanto destinado a destronarlo): Apolo rige el mundo mental, de las ideas, el control, y Dionisio el material, el de la carne y las pasiones, la espontaneidad. Ambos saben que el uno necesita al otro, no en vano será el mismo Apolo quien ayude a unir los trozos desmembrados de Dionisio niño, sobre los que entra en trance la sibila. En honor a Dionisio se emborrachan los sátiros, las ninfas se mezclan con los humanos, las bacantes despedazan la carne: la fiesta deviene en orgía, en desenfreno, y nace el Carnaval.

Dice Eugenio Barba que nuestros ancestros "acudieron al teatro como se va a un desierto: a meditar sobre ellos mismos". Ésta, creo yo, es la clave esencial del aspecto terapéutico que el teatro aporta a nuestras vidas. Bien sea como espectador o intérprete, como estudiante o utilizando el teatro como herramienta de autoconocimiento, el que acude al encuentro del Teatro siempre se acaba encontrando con lo mismo: consigo mismo.

Me gustaría terminar con un texto clarificador, extraído de un libro que pone en comunión lo teatral con lo terapéutico:

EL TEATRO COMO OPORTUNIDAD

El teatro como oportunidad de actuar, de hacer algo aunque no sepamos muy bien qué. Oportunidad de ensayar y equivocarnos. Oportunidad de desmontar esa parte nuestra que siente vergüenza, que sufre tal vez de un exceso de importancia personal. El teatro como oportunidad de hacer las cosas de otra manera, de obrar lo que deseamos y lo que tememos. Oportunidad de despegarnos de la pequeñez del yo, que a veces se nos fija como una máscara pringosa. Oportunidad de entrar en otras posibilidades, de encararnos con la dificultad y con el talento. El teatro como ocasión para reír, gritar, llorar, danzar y atrevernos a ser como nos da la gana, asumiendo nuestra espontaneidad y responsabilidad. El teatro como apertura, potencia, valor, ilusión. Como expresión personal y social que sacude el conformismo habitual y dignifica lo humano. El teatro políticamente incorrecto. El teatro para compartirlo con otros y ofrecerlo al público con entusiasmo. El teatro como oportunidad de vivir la alegría, "como sabiduría del combatiente que, a pesar de no poder doblegar a su adversario, no renuncia ni resigna su potencia disidente".

Mª Laura Fernández e Isabel Montero
El teatro como oportunidad [Rigden Institut Gestalt,2012]



lunes, 3 de febrero de 2014

¿Y quién escucha?



A la hora de decidir acudir a una terapia, me ocurre que uno de mis primeros pensamientos es, ¿quién va a estar al otro lado? El miedo a exponerme ayuda a agrandar y oscurecer en mi imaginación la figura de aquel que se pueda poner en frente y escuchar y acompañar mis miserias.

En un encuentro terapéutico hay, al menos, dos figuras: el paciente y el terapeuta. El paciente acude a terapia con su asunto, su angustia, su miedo, su parálisis, su indiferencia... y, en frente, se sitúa el terapeuta, también con su asunto, sus angustias, miedos, parálisis, indiferencias... entonces, ¿qué diferencia hay entre uno y otro?

La diferencia está en el camino recorrido. El terapeuta (al menos, en terapia gestalt) es aquel que ha comenzado el camino del encuentro consigo mismo un poco antes, y por tanto lleva un trecho más recorrido que el paciente. El terapeuta lleva, efectivamente, una ventaja, al irse reconociendo a sí mismo en su caminar, en su darse cuenta diario, en el mantener la presencia en el aquí y ahora lo más posible, en asumir la responsabilidad de su vida, en reconocer su propia enfermedad y estar disponible para acompañar a aquellos que acuden en necesidad. El terapeuta es aquel que escucha.

Entiendo que, como terapeuta, uno no puede separarse de su propio autoconocimiento. Quiero decir que, una de las responsabilidades del terapeuta es la de ahondar y continuar en el trabajo consigo mismo: continuar formándose, supervisar su trabajo y, probablemente lo más importante (para mí), acudir como paciente a su propia terapia. Para mí ésta fue una de las grandes sorpresas que me encontré a la hora de conocer la Terapia Gestalt: el terapeuta se reconoce a sí mismo y primero de todo, como un enfermo más, y, como tal, se coloca delante de sus pacientes. Es precisamente en ese reconocerse a sí mismo como enfermo que se encuentra el camino a la salud. ¿Acaso debería ponerme por encima de mis pacientes y creerme que soy el único sano, aquí? ¿O es que soy tan ciego que no soy capaz de ver mi propia neurosis latiendo a cada instante? En ese caso, el terapeuta no sería capaz de verse a sí mismo y, por supuesto, tampoco a la persona que tenga en frente.



Entonces, ¿dónde está el valor terapéutico? Primeramente, desde luego, en la actitud del terapeuta. El cómo uno se sitúa delante de su paciente, el desde dónde. Y en este reconocerse como un enfermo más, sin necesidad de ocultar su herida fundamental ni creerse mejor/mayor que su paciente, sino sabiéndose igual de neurótico que los demás, el terapeuta encuentra una vía de salud que puede facilitar el encuentro con su paciente. Ocurre aquí un acto de humildad, y también un encuentro sagrado. Como recitan los sufís, "la herida es aquel lugar por donde entra la luz". Si yo no hago otra cosa más que esconderme a mí mismo, ocultar mi propia locura, esconder mi corazón dañado no vaya a ser que alguien se ría de él, lo que hago es meterme dentro de un cajón y tirar la llave. Y ahí dentro no entrará el aire ni la luz. Al contrario, es cuando me siento delante del otro con mi corazón en la mano, cuando ocurre la posibilidad de encontrarme contigo, y si es así, el encuentro será terapéutico.

Todo es tarea de escucha. Y la escucha terapéutica no se reduce a sentarme contigo y atender a tu discurso. Escucho tus palabras y tu tono de voz, que sube y baja, aturde y emociona. Escucho tu cuerpo, que habla a veces más claro que tu discurso, abriéndose y cerrándose a los temas espinosos. Escucho las palabras que compartes, y el sentido que éstas tienen, especialmente cuando se distraen y salen sin querer, como traicionando a la mente que lo tenía todo tan bien orquestado. Y si te escucho, si tú te sientes escuchado, entonces de verdad estoy contigo, y esto sana.

Me gusta pensar en el terapeuta como lo describe Francisco Peñarrubia en su Vía del vacío fértil: un artista que, bien entrenado en una técnica, sabe olvidarse de ella para dejarse llevar por su guía interno y sus mensajes constantes. Una persona que se fía de su voz interior y sigue su intuición, y plasma en la terapia, como en un cuadro, todos los colores que ocurren en el encuentro (y si no todos, al menos los que sea capaz de ver más claros), utilizando para ello todas las herramientas de que pueda disponer, gracias a su entrenamiento continuo: intuición, sabiduría, experiencia, creatividad, expresión corporal, música... Y es que "la terapia como arte supone [..] un grado mayor de madurez respecto a la terapia como técnica" [F. Peñarrubia, o.c.]

Personalmente, creo que pocas definiciones sobre la figura del terapeuta me llegan más al corazón que la de Guillermo Borja, cuyas palabras me resuenan casi como un poema, con el que me gustaría terminar:

"El terapeuta es como un viejo que ya recorrió el camino y eso es una actitud que no se puede transmitir con palabras. La presencia misma son las arrugas que tiene, las heridas cuyas cicatrices son visibles para el paciente. La presencia da confianza y da la posibilidad de continuar, de saber que uno va bien."

Guillermo Borja, La locura lo cura.