"Para volar hay que primero alzarse sobre sus propios pies.
No vuela ninguno que primero no esté de pie."

F. Nietzsche

domingo, 3 de mayo de 2020

El Viajero del Desierto



Soy un viajero en el desierto. No es algo nuevo para mí, innumerables han sido los desiertos que he recorrido durante este trayecto llamado vida.

El desierto es, en principio y necesariamente, muerte. Sí, no te lleves a engaño. Lo primero es aceptar que el desierto es un lugar de muerte, donde es necesario que algo muera, que algo sucumba a sus extremas condiciones.

El desierto no es un lugar amable. Es un espacio de supervivencia, donde se ponen a prueba todos nuestros aspectos, y aquellos que no son esenciales, quedan en el camino. El desierto tiene un gran regalo esperando: te devuelve a tu esencia y ésta sale de las arenas más resplandeciente. Recorrer el desierto es renacer.

Insisto en lo necesario que es reconocer el desierto como un lugar de muerte, para que una vez hayan desaparecido los oropeles con que me adorno, pueda descubrir que el desierto es un lugar de vida. Mis ojos, hasta que no hayan reconocido toda la dureza del camino, no pueden apreciar que al lado de aquella roca hay un arbusto. Que una araña sale de su agujero en las arenas. Que el halcón se eleva en los cielos.

Recorrer el desierto es un camino de muerte y resurrección.

¿Por cuántos desiertos no has caminado tú también? El desierto es, por supuesto, una metáfora. La noche oscura del alma. El momento de enfrentarnos a la muerte y reconocer que, lo que se muere, lo hace porque ya estaba muerto. Porque sobra. El desierto no te da más opciones: si optas por caminarlo, habrás de afrontar la muerte de lo superfluo.

Transito por el camino más árido de manera constante, el camino que me lleva a acompañarme. Éste es, para mí, el camino más árido porque me lleva a centrar mi mirada en mí mismo y no afuera, donde estaba acostumbrado. Porque me impele a cuidarme y a valorarme, antes que buscar el cuidado en lxs demás o la valoración en la mirada ajena. Es la pupila que se encuentra con la pupila, con el propio reflejo (como Perséfone ante la mirada de Hades). La vida que mira a la muerte, allí donde se abre el abismo.

El abismo es el salto al vacío. Es dar el paso hacia lo desconocido, saliendo de la confortable luz de la hoguera y adentrándome en la oscuridad. Al lado de la hoguera, pareciera que todo es luz y confort, pero lo cierto es que el mundo, desde ahí, son sólo sombras deformadas por las llamas. Son las sombras de la caverna de Platón, que nos hacen creer que eso es la vida. Es una mentira, o al menos, no toda la verdad. Así pues, el niño ha de levantarse sobre sus propios pies e iniciar el camino. Hacia lo desconocido. Hacia la oscuridad. Hacia la vida.


Es, por supuesto, el camino que lleva de mamá a papá. El camino desde el cobijo uterino a la salida a la vida. Al ahí fuera.

Para recorrerlo es necesario tomar la mano del padre. Entiende, por favor, que las palabras son sólo símbolos, que el "padre" no tiene que ser necesariamente tu padre biológico (ni, por supuesto, ni siquiera alguien de sexo masculino). Aunque en la mayoría de los casos, así coincida. El "padre" es la energía que acompaña y completa a la de la "madre". Ambas son parte del ciclo vital: necesidad y satisfacción. Sin ellas no existiría la vida y, por tanto, es necesario su correcto desarrollo para vivir (algo distinto de sobrevivir). La función materna es aquella que nos enseña cuál es nuestra necesidad, qué es lo que necesitamos (comida, bebida, descanso, afecto). La función paterna de la vida es la que nos ayuda a conseguir aquello que necesitamos (y por tanto, nos energetiza para poder ir hacia ello). Así, el "padre" y la "madre" son imprescindibles para madurar. Y son algo que todxs llevamos dentro.

Pelearnos con nuestro padre o nuestra madre biográficos (o aquellxs que hayan ejercido esta función en nuestra vida) dificulta enormemente el correcto desarrollo de estos impulsos, como saben perfectamente quienes estudian las Constelaciones Familiares. Y es en la terapia donde aprendo a deshacer esta pelea, a reconciliarme con mis propios impulsos y, por ende, con mis propios padres.

La pelea, por supuesto, es inevitable. Nadie ha sido querido con todo el amor y atención que necesitaba en su infancia. Nadie ha sido cuidado en todos y cada uno de los aspectos que consideraba urgentes, imperiosos. Esto, para los padres, es completamente imposible. Primero, porque no sabemos al completo las necesidades de nuestrxs hijxs. Es imposible satisfacer al 100% las necesidades de otrx, aunque sea tu vínculo más íntimo. Además, porque los padres también tenemos una vida y unas necesidades propias y, más aún, nuestra propia neurosis, que nos hace ciegxs, en parte, a poder ver a lxs demás.


Por eso, padre, madre: relájate. El mayor regalo que le puedes hacer a tu hijx es tu autoconocimiento. Saber de dónde viene tu herida y cómo haces para dejarla abierta a día de hoy te permitirá acompañar su crecimiento de una manera más despierta, atenta. Nada será perfecto pero, ¿para qué habría de serlo? Qué aburrida sería una vida sin imperfecciones.

Para sobrevivir en un mundo neurótico es necesario que lxs que a él llegamos seamos, también, neuróticos. Y la neurosis es siempre, una herida de amor. Una herida de falta de amor. De haber sentido que no hubo, para nosotrxs, suficiente amor para confiar en la vida. Nos volvimos necesariamente ciegxs a nuestro propio dolor. Aprendimos a sobrevivir. Es el momento en que comenzó nuestro camino por el desierto.

Esto no quiere decir que no haya habido amor y cuidado. Lo ha habido. Al menos, el suficiente para poder haber llegado hasta aquí, ahora, donde estás.

Es necesario tener este conocimiento para poder ir dejando la pelea con lo que no hubo e ir comenzando a agradecer lo que sí hubo. Rendirse ante la vida, con agradecimiento.

La vida no existe si no hay gratitud.


Por esto escribo este artículo, hoy, en la celebración del Día de la Madre.

Si bien me encuentro de nuevo caminando en el desierto, en el desierto del duelo en este caso, lo recorro con una infinita gratitud. Si algo me ha enseñado mi madre es la Vida. Es su gran regalo, su presente para mí. Y aunque a veces me inunde la desesperanza y me quede ciego ante la luz, no pudiendo ver más que oscuridad a mi alrededor, en seguida acude a mí la voz de la vida, la voz de mi madre, que me llama a continuar, a seguir viviendo, a aprovechar el regalo que me hizo, a agradecerlo.

No tengo duda de que este no será mi último desierto. Otros se abrirán a mi paso, invitándome a un  nuevo camino, a un nuevo conocimiento. Pero ahora ya sé que en el desierto, también hay vida.