"Para volar hay que primero alzarse sobre sus propios pies.
No vuela ninguno que primero no esté de pie."

F. Nietzsche

miércoles, 12 de marzo de 2014

Despedida y Cierre



Dicen que cuando una puerta se cierra, una ventana se abre. No sé si esto es siempre así, pero es indudable que la vida está llena de oportunidades y a veces es necesario terminar con un asunto antes de poder comenzar con otro.

En terapia, como en la vida (lo uno no es indiferente a lo otro), es tan importante abrir como cerrar. Abrir una sesión o una serie de sesiones implica colocarse, centrarse en el asunto en que uno está, poner conciencia al aquí y ahora de lo que me sucede y hacerme responsable de lo que necesito. Cerrar realmente implica lo mismo, al menos en cuanto a la conciencia de que lo que estoy haciendo aquí y ahora es terminar con un ciclo, con un asunto.

Cuando soy consciente de que algo ha llegado a su fin, se abren ante mí dos posibilidades: mantenerme pegado a esa situación o dejarla marchar. Lo uno me mantiene en la locura de siempre, gastando mi energía en un asunto permanentemente inconcluso, recurrente, que vendrá una y otra vez. Lo otro me libera de esa carga. Dejar marchar es dejar morir, dar permiso para que algo concluya, desprendiéndome y siguiendo mi camino.


En la mitología nórdica existe la leyenda de las nornas, espíritus divinos que viven a los pies del árbol Yggdrasil, el árbol del mundo, donde tejen sin descanso su telar, en el que cada uno de sus hilos representa la vida de un hombre. La longitud de dicho hilo dará la medida para el tiempo que vivirá cada persona. El mismo mito existe en la Grecia antigua, donde las parcas rigen el destino de la vida de los hombres: una desmadeja el hilo de la vida, otra lo alarga, y finalmente otra lo corta. Cada cosa tiene su principio y su final, y aceptar lo uno y lo otro implica aceptar la realidad tal cual es, con su duración e intensidad.

Aceptar el final de algo en mi vida significa cuidarme. Igual que las nornas cuidan y riegan el árbol de la vida, uno riega y cuida como puede su vida en su día a día. Si me mantengo pendiente de las historias que tengo por cerrar, no tengo disponibilidad (o ésta será muy precaria) para hacerme cargo de lo que sucede en mi presente, impidiéndome por tanto poder disfrutar y saborear lo que me suceda aquí y ahora. Por tanto soltar los hilos que me mantienen atado me ayudan a tenerme en cuenta y a aumentar el registro de sabores que puedo paladear a cada momento.

¿Y cómo, entonces, cerrar un asunto? Personalmente creo que lo primero es el darse cuenta de que lo que sea, se ha acabado. Ser consciente de que efectivamente algo se ha acabado me da la fuerza necesaria para poder despedirme. Por eso es tan importante sacar a la luz todos esos viejos asuntos pendientes del pasado. El pasado ya no existe. Todo eso está muerto ya. Lo que queda, es mi empecinamiento en mantenerme ahí, insuflándoles vida a cuerpos muertos, como el doctor Frankenstein, manteniéndome en la locura de que aquello que sucedió entonces (la pelea, la muerte de un ser querido, el fin de una relación, mi salud o enfermedad, aquel trabajo que no salió...) sigue vivo aquí y ahora y, por tanto, manteniendo muertas todas las zonas de mi ser que permanecen pegadas a ese asunto.

Entonces, puedo probar a despedirme. Una vez soy consciente de que mi asunto está ya muerto, llega el momento del duelo. Y el duelo implica desde luego siempre un dolor, el dolor de la despedida, sabiendo que aquello (fuera gustoso o desagradable) que era ya no será más. Ya no volveré a verte. Ya no volveré a sentir tu calor o a escuchar tus gritos. Ya no volveré a levantarme a las 7:30 para ir a trabajar. Eso se acabó. Adiós. El lenguaje es muy sabio, por eso en castellano para despedirnos utilizamos el Adiós, es decir a-Dios, y a Dios le mando el muerto, al cielo o a donde corresponda, ahora ya no es asunto mío.

Cerrar, entonces, abre la puerta a la despedida. Y ésta puede ser larga o corta, gustosa o no. A veces se mezclan sentimientos de alivio y añoranza, y de miedo a lo que vendrá ahora, pues esto que me era tan conocido y que tan presente estaba día a día ya no está. Ahora hay espacio para que entren cosas nuevas. Puedo despedirme con un apretón de manos o con un portazo, eso ya depende de mí.

El duelo también tendrá su duración. Hoy en día en nuestra sociedad actual ya no se lleva tanto aquello de velar al muerto, que antes se hacía de manera natural, en las propias casas, en el lugar donde el muerto había vivido, rodeado de sus cosas y sus familiares. El proceso de velatorio tenía desde luego una función, y ésta era hacer a los seres queridos conscientes de la pérdida, del nuevo estado de nuestro familiar, de que algo ha cambiado y ya no volverá a ser lo mismo. Además, permitía la despedida y el comienzo del duelo, es decir, de sentir el dolor que la pérdida me causa. Todo este proceso, aún teñido de dolor y muerte, es esencialmente reparador, pues me permite dejar al muerto en su lugar, darle el estatus que le corresponde ahora, y yo ocuparme en mi presente.

Esto, desde luego, no implica que se muera el cariño que se sentía. Algo cambia, y el amor permanece.

El cierre, entonces, es como un vaciarse de algo que ya no me sirve para crear espacio nuevo, para que algo nuevo llegue y llene mi vida. La vida, las personas, los ciclos vienen y van, y en nuestra mano está qué hacer con el tiempo que nos ha sido dado.


domingo, 2 de marzo de 2014

El Teatro como Oportunidad



"A menudo, en el origen de toda marcha creadora hay una herida. Esta herida nos ha alejado de algo que era vital para nosotros y esto ha marcado a una parte de nosotros que permanece en exilio en lo más profundo de nuestro interior".

Eugenio Barba


Las palabras de Eugenio Barba, uno de los más grandes creadores e investigadores teatrales del siglo XX, me emocionan y remueven algo en mi alma. Probablemente, el lugar justo de mi herida vital, aquél que él mismo menciona. No puedo hacer más que refrendar estas palabras e incluirlas como prólogo a este texto dedicado al Teatro como herramienta de autoconocimiento.

El teatro llegó a mi vida como una ventolera que de repente abre una puerta. Me hallaba en un momento vital sumamente desagradable y descorazonador, en el que no encontraba un horizonte de esperanza. Estaba estudiando una carrera que no me gustaba y que a todas luces se estaba convirtiendo en infinita. Como una broma del destino, dentro de las materias a estudiar, apareció la normativa de las asignaturas de libre configuración, y dentro de las opciones posibles, estaba el Aula Universitaria de Teatro. Conste que no era mi primera opción, pero allí había plazas. Así que comencé con unas clases diferentes a todo lo que hasta entonces había hecho: expresión corporal, música, contacto... Para mí no sólo significó un soplo de aire fresco y vital, sino una revolución emocional y espiritual: comencé a utilizar las clases de teatro como mi primer lugar de terapia. Sin saberlo, sin conciencia, mi necesidad de expresar lo que me pasaba por dentro y mi ansia de saber que la vida no era sólo aquel pozo en que me encontraba, sino que era algo más, encontraron su lugar en el Teatro.

Desde entonces mi vida ha dado muchas vueltas y he ido y venido de y hacia el teatro muchas veces y en muchas formas: actuando, escribiendo, dirigiendo, enseñando, hasta que hace relativamente poco, guiado de nuevo por una necesidad vital, el Teatro vuelve a mi vida como vía de rescate, de crecimiento profesional y humano; en este caso a través de los cursos de Teatro Emocional, creados por mí en 2013 e inspirados en lo aprendido al lado de grandes maestros: Teatro de Ningures, Etelvino Vázquez, Alfredo Rodríguez, Néstor Muzo, Ramón Resino.

Como afirma Peter Brook, el teatro posee una cualidad sanadora. Para aquellos que lo practican de manera más o menos profesional, significa un entrenamiento diario, un contacto habitual con el cuerpo y la emoción. Da igual qué escuela se siga a la hora de estudiar, interpretar o montar una representación, el teatro siempre necesita de la expresión corporal y emocional del actor (el que actúa, es decir, aquel que hace). De esta manera, los actores ejercitan su cuerpo e indagan en su mundo emocional como vía de entrada y estudio al personaje, cuyo destino han de representar y hacer real en la escena.

De ahí que sean numerosas las escuelas de terapia y crecimiento personal que incluyen hoy en día el teatro dentro de las herramientas que utilizan. Por una parte, y como ya he dicho, el entrenamiento teatral permite una conexión diáfana con el cuerpo. Las rutinas de ejercicios y de expresión corporal nos dan una devolución incontestable: yo soy todo aquello que me pasa, y lo que me pasa, pasa siempre a través de mi cuerpo. Reconectar con mi cuerpo es reconectar con mis sensaciones, re-sensibilizarme, volver a sentir, de alguna manera, con la oportunidad de aprender a discernir lo que realmente me pasa, lo que siento, de aquello que creo que me ocurre. La verdad corporal es nuestra conexión más inmediata con el presente, con el aquí y ahora gestáltico.

Por otro lado tenemos el contacto emocional. El actor necesita hacer llegar un determinado mensaje al público, un mensaje que muchas veces es ajeno y ha de convertir en propio, en verdadero, salido de sus propias entrañas. En este sentido, el actor -como persona- siente y está en contacto permanente con sus emociones, en un ejercicio de escucha interna (lo que me pasa) y externa (lo que le ocurre a mis compañeros de escena y al público) que, si es fluido, puede llegar a conmover.

Además, tenemos la oportunidad de ponernos un disfraz, una máscara, de convertirnos en otra persona (del latín persona, nombre que les daban a las máscaras utilizadas en el teatro). El personaje nos ayuda a experimentar momentos nuevos, modos de relacionarnos diferentes, puntos de vista que no tienen que ser necesariamente el mío, con la distancia necesaria de un observador. Gracias al personaje, me puedo dar a mí mismo la oportunidad de experimentar cosas que en mi vida diaria probablemente no me permito: gritar, llorar, reír, patalear... en un entorno seguro, sin dejarme arrastrar por la intensidad de estas emociones.

Y, por supuesto, está su parte sagrada. El origen del teatro se pierde en la noche de los tiempos y tiene una marcada raíz religiosa. En la Grecia antigua, el teatro nace como homenaje a los dioses, representando sus misterios. El sacerdote es el primer actor, y con su persona pone en comunicación lo divino con lo humano: hace llegar el mensaje de los dioses a los hombres. He ahí el carácter sagrado del ejercicio teatral: ayuda a poner en contacto mi parte humana con mi parte divina.



Claro que no es casualidad que los primeros misterios representados fueran, precisamente, los de Dionisio, el dios más carnal de todos y, por tanto, rival de Apolo. En ambos el dios padre, Zeus, divide al que debía ser su hijo natural (y por tanto destinado a destronarlo): Apolo rige el mundo mental, de las ideas, el control, y Dionisio el material, el de la carne y las pasiones, la espontaneidad. Ambos saben que el uno necesita al otro, no en vano será el mismo Apolo quien ayude a unir los trozos desmembrados de Dionisio niño, sobre los que entra en trance la sibila. En honor a Dionisio se emborrachan los sátiros, las ninfas se mezclan con los humanos, las bacantes despedazan la carne: la fiesta deviene en orgía, en desenfreno, y nace el Carnaval.

Dice Eugenio Barba que nuestros ancestros "acudieron al teatro como se va a un desierto: a meditar sobre ellos mismos". Ésta, creo yo, es la clave esencial del aspecto terapéutico que el teatro aporta a nuestras vidas. Bien sea como espectador o intérprete, como estudiante o utilizando el teatro como herramienta de autoconocimiento, el que acude al encuentro del Teatro siempre se acaba encontrando con lo mismo: consigo mismo.

Me gustaría terminar con un texto clarificador, extraído de un libro que pone en comunión lo teatral con lo terapéutico:

EL TEATRO COMO OPORTUNIDAD

El teatro como oportunidad de actuar, de hacer algo aunque no sepamos muy bien qué. Oportunidad de ensayar y equivocarnos. Oportunidad de desmontar esa parte nuestra que siente vergüenza, que sufre tal vez de un exceso de importancia personal. El teatro como oportunidad de hacer las cosas de otra manera, de obrar lo que deseamos y lo que tememos. Oportunidad de despegarnos de la pequeñez del yo, que a veces se nos fija como una máscara pringosa. Oportunidad de entrar en otras posibilidades, de encararnos con la dificultad y con el talento. El teatro como ocasión para reír, gritar, llorar, danzar y atrevernos a ser como nos da la gana, asumiendo nuestra espontaneidad y responsabilidad. El teatro como apertura, potencia, valor, ilusión. Como expresión personal y social que sacude el conformismo habitual y dignifica lo humano. El teatro políticamente incorrecto. El teatro para compartirlo con otros y ofrecerlo al público con entusiasmo. El teatro como oportunidad de vivir la alegría, "como sabiduría del combatiente que, a pesar de no poder doblegar a su adversario, no renuncia ni resigna su potencia disidente".

Mª Laura Fernández e Isabel Montero
El teatro como oportunidad [Rigden Institut Gestalt,2012]