"Para volar hay que primero alzarse sobre sus propios pies.
No vuela ninguno que primero no esté de pie."

F. Nietzsche

lunes, 5 de noviembre de 2018

El proceso de Apertura



Se dice que todo lo que empieza, tiene un final y, con esta frase, muchas veces tendemos a fijarnos en la última parte, en el final, en el cierre o la despedida, olvidándonos del comienzo. Obviamente el final es un momento importante y a tener en cuenta (algo que, por cierto, ya comenté en el artículo Despedida y Cierre, que puedes visitar aquí), pero si algo hemos de llevar a término, será porque antes lo hemos empezado.

Me gusta pararme en la importancia que damos al final, porque de alguna manera nos señala lo poco que vemos el principio. Igual porque, con el final (de lo que sea: un trabajo, una relación, una vida...) nos vamos de cabeza a la idea de la muerte (y así es, ya que acabar significa morir, en el grado que sea). Una idea densa, profunda, importante, pero que con su omnipresencia parece opacar un tanto lo que allí nos lleva: el nacimiento. Parece que, en cierto modo, lo damos por hecho, y así, le quitamos importancia a algo tan importante como es el nacer: aparecer, llegar, comenzar.

No creo que sea hoy el momento de reflexionar (por falta de espacio, tiempo y conocimiento) sobre todas las implicaciones que tiene nuestro nacimiento y el cómo fue que nacimos en nuestra vida y cómo nos movemos por ella (sin olvidar que antes de nacer, hay un tiempo de gestación y, todavía antes, uno de concepción). Pero igual esta metáfora sí me puede servir para el tema que hoy quiero tratar: la importancia de la Apertura, esto es, de cómo abrir y de cómo abrimos en nuestra vida: una relación, un proyecto, un momento, una conversación, un ciclo de terapia...

Y, sin embargo, nacemos. Y es porque nacemos que estamos aquí y caminamos este camino cada día.

Nacer es abrir, abrirnos a la vida y/o a un nuevo momento de nuestra vida: cambiamos de espacio (útero por mundo exterior), de estado (nonato a nacido), de vivencia (contacto íntimo y permanente con la madre a la experiencia de la soledad y el contacto esporádico)... y crecemos.

Del mismo modo, cada vez que abrimos algo en nuestra vida, nos enfrentamos a un cambio (algo aterrador, como todxs sabemos, y no en vano muchas personas prefieren quedarse como están antes que afrontar la posibilidad de un cambio, aunque éste sea para mejor) y, más allá, a la posibilidad de crecimiento.

De ahí, entiendo que barajar la posibilidad de comenzar un proceso de terapia resulte, para todxs (sin excepción), algo difícil. Comenzar un proceso terapéutico implica un cambio, y uno nada pequeño: mirarse al espejo, de frente, reconocer lo que hay ahí en frente, aunque no guste (y suele ser lo habitual). Asumir la posibilidad de ese cambio es lo que nos ayuda a permanecer en el proceso y a sostener sus dificultades. Darnos cuenta de que necesitamos ese cambio es lo que nos ayuda a comenzarlo, a dar el primer paso. Entender que el cambio no sucede por voluntad, ni por necesidad, si no por proceso de sedimentación, es lo que nos lleva, finalmente, a cambiar ("Tus piernas se harán pesadas y cansadas. Luego vendrá el momento de sentir las alas que has criado", dice Rumi).


Porque, en efecto, así es: el primer paso viene precedido de un empuje, de una necesidad que busca ser satisfecha. Hay algo que nos empuja y nos ayuda, que nos abre el camino para nosotros poder dar ese primer paso. Como en el nacimiento, la fuerza de la vida se abre paso, y el nonato es ayudado por las contracciones, la lubricación y la flexibilidad del canal del parto para poder salir al mundo exterior. Alehop!

Como en cualquier proceso, el proceso terapéutico ha de comenzar por algún lado. De una parte, el/la paciente ha de encontrarse en un momento de crisis. Esto es así, por pura necesidad. Uno busca ayuda cuando se da cuenta de que la necesita. Si no me doy cuenta, o me niego la necesidad de ayuda, de nada servirán cuantas manos aparezcan para ayudarme. Es pues, necesaria la crisis para que el/la paciente pueda encontrar el coraje necesario para sentarse en la consulta y abrir/se el/en canal.

Del otro lado, es necesario que el/la terapeuta esté, también, abiertx. Esto significa abrir la puerta a lo que venga, a lo desconocido y al/la desconocidx. Es necesaria una disposición abierta para que el otro pueda entrar. Si yo, como terapeuta, estoy cerrado a recibir, estoy entretenido en mi propio cuento narcisista, nada nuevo podrá llegar, y el/la paciente no tendrá un lugar donde poder abrirse.

Todo se abre en el primer momento terapéutico: la puerta (para poder entrar físicamente), la consulta (para poder compartirse y relacionarse), la mente (para poder entender y asimilar), las orejas (para poder escuchar), el corazón...

Y es cómo abrimos como se va a definir el devenir de la relación terapéutica. Recuerdo, durante mi formación en Terapia Gestalt, que el maestro Javier Ochaíta nos repetía (e iluminaba) que "la primera frase que suelta el paciente al llegar a la consulta os va a decir cómo va a ser el resto de la terapia". Ahora, puedo entender esta frase algo más de lo que la entendí en su día. No solo porque el/la paciente repetirá, en terapia, una y otra vez su infierno neurótico (como todo mecanismo, se repite en su giro una y otra vez), si no porque nos da toda la información de cómo se abre el proceso y así, de qué es lo que mueve al/la paciente en su vida. Y esto es igual para el terapeuta (que también es paciente en esta relación), ya que su forma de abrir determinará en igual medida el cómo se va a desarrollar el proceso.

Es por esto que se recalca la importancia del encuadre. En las primeras sesiones de terapia, se establece un contrato. El/La terapeuta comparte su manera de trabajar y si se ve o no en disposición de acompañar el proceso de la persona que tiene en frente. Se establece cómo serán las sesiones y, en algunos casos, el número de ellas. Se habla del horario, del lugar, del precio de la sesión. Se establece un marco en el cual poder relacionarse, de igual a igual, cada unx en su lugar, con la mayor claridad posible. Todo lo que quede oculto, sea por no acordarse o por no querer afrontarlo, acabará exigiendo su lugar y, a veces, incluso rematando el proceso terapéutico. Lo que queda oculto se convierte en fantasma y, como todos los fantasmas, si no se le da su sitio, crece hasta ocuparlo todo. Hacerlo de manera clara, con la posibilidad de revisarlo en el momento que sea necesario, facilita que el proceso se sostenga. Porque el pacto está claro.

Y así, comienza el camino.


Volviendo a la metáfora del nacimiento, si para llegar a este mundo tuvimos que abrirnos (y que nos abrieran) camino, y antes, permanecer en el vientre materno un tiempo de gestación, y antes, ser concebidos por la unión de un óvulo y un espermatozoide, igual no sería mala idea llevar el mismo proceso a nuestro modo de abrir. concebir qué y cómo queremos abrir algo, darle tiempo a este proyecto para gestarse e ir conformando los detalles, poner el esfuerzo y la intención en llegar al mundo, y finalmente (aunque suene paradójico) comenzar.

Este proceso puede tomar unos segundos o toda una vida, pero al fin, cada unx decide cómo quiere abrir, comenzar, empezar. Igual algunx se puede entretener con dudas o juicios del tipo "¿será éste el modo correcto?", "¿lo estaré haciendo bien?", "necesito meditarlo más"... que no son más que signos de nuestra resistencia a esa apertura. Lo importante no es hacerlo bien, es hacerlo con conciencia.

Y es que, en fin, toda apertura es ya en sí, un proceso de cambio. Dejamos atrás lo conocido, lo confortablemente conocido, y miramos más allá. Una puerta que se abre deja dentro de sí un espacio vacío, donde tiene cabida algo nuevo, algo que no podía entrar cuando el espacio estaba cerrado. Al abrirme, muestro mi propia desnudez, mis espacios vacíos, mis carencias, mis huecos, y también aquello que está disponible para ser compartido, para aprender algo nuevo, para crecer.

Así, te invito a un momento de reflexión: ¿Cómo es que tú abres en tu vida? ¿Cómo es tu forma de abrir y de abrirte? ¿Cómo es tu proceso de apertura?