"Para volar hay que primero alzarse sobre sus propios pies.
No vuela ninguno que primero no esté de pie."

F. Nietzsche

jueves, 31 de diciembre de 2015

Mis mejores deseos.

Mis mejores deseos para el año que entra. Que os sea dichoso, próspero y lleno de Vida.
Feliz Año Nuevo.


sábado, 19 de diciembre de 2015

El miedo y el cambio



"Sólo el cambio en la actitud del individuo inicia el cambio en la psicología de la nación".
C.G. Jung.

Ante los momentos decisivos, siempre hay para mí un momento de zozobra. Un temblor recorre mi cuerpo, de manera casi imperceptible, antes de dar el paso, de tomar la decisión.

Vivimos momentos importantes (y al fin y al cabo, ¿cuáles no lo son?), en los que tomar una decisión no concierne solamente al individuo (que es el que importa) sino también al conjunto social. Y en este momento de incertidumbre, me parece advertir a mi alrededor ese mismo temblor, casi imperceptible, previo a la toma de decisión. Al fin y al cabo, como digo, se trata de una decisión importante.



El miedo, en este momento, puede ser un arma de doble filo: si lo tomo de la mano y lo escucho, me puede advertir del peligro, invitarme a cuidarme aún asumiendo algún tipo de riesgo. De hecho, será el miedo y la segregación de adrenalina que lo acompaña, el que me ayude a asumir y/o enfrentar los riesgos que hayan de venir. Sin embargo, si no atiendo a mi miedo, si lo dejo agazapado en las sombras, éste crece y se acaba convirtiendo en un tirano que domina mi vida. Y entonces me asusto, me paralizo y rezo por que nada se mueva. O quizás huyo desesperado sin mirar a dónde voy. O quizás decido meterme de cabeza en la cueva del lobo... me acabo poniendo en peligro.

Estos días se habla mucho del cambio y, escuchando lo que sucede a mi alrededor, no puedo evitar escuchar también el miedo que hay a que ese cambio se acabe de concretar. Esto me ha hecho reflexionar hoy, y quisiera compartir esta reflexión con tod@s vosotr@s.

Todos tenemos miedo al cambio. Aún si, conscientemente, sabemos de nuestra necesidad para que un cambio se produzca, es inevitable sentir miedo a que esto sea así, a que algo se mueva. No en vano nos hemos ido construyendo, día a día, año a año, toda una estructura cuya fuerza está destinada, precisamente, a que nada cambie. Esta estructura se sostiene en los huesos, en los músculos, y también en las emociones (a base de creencias, prejuicios, prohibiciones, heridas sin curar, resentimientos... ), conformando un armazón psicocorporal que retiene en nuestro interior, a base de bloqueos, todo aquello que hemos decidido no mostrar al mundo: nuestra sensibilidad, nuestra parte más tierna o más rabiosa, nuestro niño interior, nuestro gozo sexual, nuestra locura... una parte deliciosa de nuestra esencia.

Nuestra resistencia al cambio tiene que ver con el miedo a que estas partes, vulnerables y oscuras, al mostrarlas, sean juzgadas y rechazadas por nuestro entorno (tal y como nosotros ya las hemos juzgado previamente) pero también tiene que ver con otro asunto quizás más sutil: la comodidad.

Al fin y al cabo, que algo se mueva en nuestra vida siempre supone un momento de incomodidad, de malestar y molestia, de reajuste, "¿para qué cambias, caramba? ¡quédate como estabas!" "¡con lo bien que se estaba hasta ahora!" "¡no te salgas del tiesto!" "más vale malo conocido..." Si algo se mueve, todo se mueve y yo, inevitablemente, me tengo que mover. Y esto, si no lo hago de manera inconsciente o reactiva, supone asumir mi responsabilidad, asumir ese cambio y decidir dónde me quiero colocar, aquí y ahora. ¡Y vaya si esto rasca!

En terapia, la inmensa mayoría de los pacientes vamos buscando un cambio en nuestra vida. Algo ha pasado ya, que me he dado cuenta de que las cosas, tal y como están, no funcionan. Necesito cambiar y, consciente de mi dificultad, busco ayuda profesional. Claro que las más de las veces, esto en el fondo quiere decir que, en realidad, queremos que sea el terapeuta el que nos diga qué y cómo cambiar, pasándole la responsabilidad de algo que me compete solamente a mi.

Y ahí estamos, pidiendo, peleando, rogando por que se produzca ese cambio... intentando que ese cambio sea decisivo, grande, importante... y al mismo tiempo luchando para que no cambie todo, que no cambie tanto, que cambie, "sólo eso" y no afecte al resto de mi vida...

Por suerte, los cambios no se producen por voluntad, de lo contrario estaríamos en un mundo totalmente desquiciado. Lo dice Fritz Perls: "Los cambios deliberados no resultan. Los cambios se realizan solos". Y esto es así. Uno solo puede cambiar cuando está preparado, y para esto ha de pasar todo un proceso en el que se involucre tanto el cuerpo, como la mente, como el alma. Al cambio se llega con voluntad, pero sobre todo con experiencia y observación, habiendo pasado por situaciones nuevas, asumiendo riesgos a los que no estoy habituado, conociendo mis miedos y experimentando dónde están mis bloqueos y dificultades. Observando cómo hago, cómo me la juego o cómo hago para no jugármela. Al cambio, en fin, se llega por asimilación.

En este proceso, se pasa por la disolución de algunos de nuestros mecanismos de defensa. Esto no quiere decir que dejen de existir, sino que, gracias a la experiencia, me he podido dar cuenta de cómo funcionan en mí y observar su proceso, de modo que, llega un momento en que tengo otras referencias, de repente sé (con todo mi ser) que lo que antes sólo podía ser de una manera ahora tiene varios caminos posibles, mis opciones han aumentado y, lo mejor de todo... algunas de estas nuevas opciones no me hacen daño. Y, entonces, ocurre el cambio.


Para llegar a ese punto, como describe Perls, es necesario ir atravesando las capas de la cebolla. Del mismo modo que una cebolla tiene varias capas, así también nuestra neurosis se va conformando, dejando bien resguardado en su corazón el tesoro más preciado: la conexión con mi esencia, la liberación de todo aquello que puedo y quiero llegar a ser. De este modo, el proceso terapéutico se propone ir atravesando estas capas, siempre desde el exterior, desde las más "asequibles" y "mostrables" a las más comprometidas. En el paso de una a la siguiente de estas capas, siempre hay un momento de incertidumbre... este es el momento crucial, en el que me doy cuenta de que lo viejo ya no me sirve, y también de que lo nuevo todavía no lo conozco, aún no sé con qué me voy a encontrar, o si me va a gustar o no lo que encuentre... sostener ese momento de incertidumbre, de miedo, de incomodidad, es un momento de madurez, un lugar de responsabilidad y compromiso conmigo mismo. Y no, no es nada fácil.

Llegar al cambio lo vivo como una travesía por el desierto, dura, áspera, en la que siento que muchas veces está en juego mi supervivencia. En la que aparecen espejismos que me confunden y me llevan de vuelta a lo conocido. Los oasis aparecen como momentos de refuerzo, de darme cuenta de que voy por el buen camino, momentos en los que nutrirme de lo vivido y descansar, tomar fuerzas para continuar la travesía, la noche oscura del alma cuya recompensa final es la comunión conmigo mismo.



El cambio, dice A.R. Beissier, se produce cuando uno se convierte en lo que es, no cuando trata de convertirse en lo que no es.

Y sí. Sí se puede.



jueves, 1 de octubre de 2015

Charla: Teatro y Gestalt

Teatro y Gestalt
El teatro como herramienta de autoconocimiento



El teatro puede ser una estupenda herramienta de autoconocimiento.

Desde siempre, los actores e intérpretes han necesitado ejercitar la expresión corporal y la memoria emocional, una manera de "afinar" su instrumento (su cuerpo físico y psicoemocional) para poder transmitir mejor su mensaje y comunicar aquello que desean comunicar.

De este corpus se puede extraer una ingente cantidad de material didáctico que, aplicado al autoconocimiento, redunde en el crecimiento personal. Fritz Perls lo sabía y colaboró activamente con diversos grupos teatrales intercambiando conocimientos. Desde entonces, son numerosos los caminos que unen ambas vías de expresión humana y artística.

En esta charla, me gustaría compartir algunos de estos caminos comunes entre el Teatro y la Gestalt, investigando en cómo esta disciplina artística se puede convertir en una excelente herramienta de trabajo personal.
Asimismo, me gustaría dar a conocer mi trabajo en este campo y presentar los talleres de Teatro Emocional, que alcanzarán su quinta edición en Vigo y la primera en Santiago de Compostela.

Presentada por Iván Fernández. Actor, autor, director y profesor de teatro. Formado en Terapia Gestalt por GUIBOR. Terapeuta corporal. Creador de los talleres de Teatro Emocional.

Con la colaboración especial de Pepa Barreiro.

La charla tendrá lugar en

(Galerías de calle Príncipe, 22, 4ª planta)
el viernes 9 de octubre
a las 20:00h

y en

(Rúa do Vilar, 15, 1º)
el jueves 5 de noviembre
a las 20:00h

El aforo es limitado, así que se ruega confirmación de asistencia.

martes, 28 de julio de 2015

En Proyección...



Hace unos días, recibí unos mensajes de WhatsApp en los que una amiga me preguntaba por mi estado emocional actual. Al parecer, mi foto de perfil le daba a entender que podía yo andar triste o abatido. Esto, unido a mi "estado" en la aplicación ("recomenzando"), le dio a confirmar su idea y a preocuparse por mí.

Mi sorpresa al recibir los mensajes fue grande, porque la verdad lejos andaba yo de estar abatido en ese momento, y más cuando la sospecha mayor era por mi foto de perfil... en la que salgo de espaldas, y fue tomada en un momento especialmente agradable y divertido para mí.

Esto me hizo pensar en cómo cada uno de nosotros vemos exactamente lo que queremos ver. Si bien cada uno vemos la vida con un filtro especial (dado, entre otras cosas, por nuestro carácter neurótico), también llevamos puestas unas buenas orejeras, que filtran de algún modo todo aquello que no estamos preparados o dispuestos a ver (y utilizo "ver", en el más amplio sentido de la palabra). Para mí, uno de los sentidos que tiene la terapia es, precisamente, el de ampliar el espectro de estas orejeras, para cada vez poder ir "viendo" más y mejor, aumentando nuestro campo de visión de la realidad, al tiempo que aumentamos nuestro campo de "visión" interna.

Esto responde claramente a uno de los más conocidos mecanismos de defensa que tenemos los seres humanos: la Proyección.

La proyección es el mecanismo según el cual "ponemos" fuera de nosotros actitudes, emociones o sentimientos que no somos capaces de aceptar como propias. El objetivo de la proyección es claro: para no hacerme cargo de aquello que me pasa a mí, en este momento, te lo pongo a ti encima (un "ti" individual o colectivo). Esto se puede deber a diversos factores, pero quizás el factor que más obviamente aparece sea el del "debería", o incluso mejor, al "no debería". En este caso, "no debería" estar sintiendo esto que siento (algo que prejuzgo como inaceptable) y, por tanto lo hecho fuera de mí.

Como la proyección es un mecanismo, se trata de algo automatizado y muy bien asimilado desde bien pequeños, así que para darse cuenta de que uno está proyectando, ha de hacer un buen ejercicio de observación interior.

Por ejemplo, si voy paseando por la calle y me topo con alguien e inmediatamente pienso, "menudo cabreo lleva éste encima, parece que me quisiera pegar", obviamente estoy proyectando. ¿Cómo lo sé? Porque en ningún momento he comprobado que mi suposición fuera cierta, ni que la persona que me he encontrado estuviera enfadada, ni mucho menos que me quisiera pegar. Por tanto, y aunque mi suposición fuera cierta, he proyectado en el paseante mi propio sentimiento de agresividad. Sólo tendría que escarbar un poco para comenzar a sentir mi propio cabreo y, un poco más, las ganas de pegar a alguien.

Proyectamos constantemente (aunque haya caracteres más propensos a utilizar este mecanismo que otros, por ejemplo un E6 o un E3). Ejemplos de proyección son los básicos "me duele la cabeza", "el día está triste", pero también "mi bebé es todo un seductor, mira cómo sonríe", "aquella chica parece que va pidiendo guerra" o incluso "no me lío con este chico, porque seguro que acaba poniéndome los cuernos".

El beneficio (neurótico) más obvio de deshacerse de lo proyectado es el de no asumir la responsabilidad de aquello que se siente. Más concretamente, de aquello que no se desea o se teme sentir, ya que probablemente el contacto con estas emociones produzca una sensación de angustia muy difícil de sostener, al entrar en conflicto mi impulso con "aquello" que me tragué (i.e. si me creí que lo bueno es ser trabajador, proyectaré fuera mi parte perezosa).

El caso es no hacerse cargo de lo propio, y el proyector llega a desarrollar un instinto tan aguzado que de manera habitual proyecta aquello que no quiere dentro, en lugares lo bastante propicios como para ver refrendada su proyección.

Esto no exime que lo que realmente proyectamos es algo que no podemos sostener dentro de nosotros. La mayoría de las veces, proyectamos sentimientos agresivos, sexuales, de culpa... cosas que juzgamos como negativas o inaceptables dentro de nosotros mismos. Hemos aprendido que hay determinados sentimientos que son aceptables, y otros que no lo son y por tanto los proyectamos. Un ejemplo clásico de proyección es el odio racial, como también lo son los prejuicios o los celos.

Claro que no siempre la proyección es negativa o paranoica, y desde luego se trata de algo necesario para la vida diaria, ya que me ayuda a preveer ciertas situaciones (como por ejemplo, qué va a hacer en la próxima curva el coche que tengo delante). La proyección, de hecho, es parte necesaria e inherente en el desarrollo y el crecimiento humano. El bebé, incapaz por su nivel de desarrollo físico y emocional de sostenerse por sí mismo, necesariamente ha de proyectar sobre la figura materna sus sensaciones más inmediatas, de modo que si sus sensaciones son placenteras, "mamá es buena" y si sus sensaciones son desagradables, "mamá es mala" (dicho muy a grosso modo). Los artistas, por ejemplo, utilizan también la proyección, de una manera creativa: son capaces de poner fuera de sí (en un lienzo, en un papel...) partes propias para poder así compartirlas con el mundo, encontrando un nuevo lenguaje de expresión.


El problema es que el proyector utiliza este mecanismo para "deshacerse" de partes de sí que son esenciales, como todas aquellas que sí acepta. Sea lo que sea lo que se aliena de uno mismo, pertenece a nuestro interior con tanto derecho como lo que sí es aceptado, y separarlo del resto (algo que se pretende, pero que de hecho es imposible de realizar: dicha parte estará siempre ahí, aún no reconocida y en la sombra) acarrea un precio. Las emociones existen se quiera o no, y afortunadamente no está en nuestra mano evitarlas. Lo que está en nuestra mano, como decía el mago, es qué hacer con lo que nos ha sido dado (en este caso, lo que siento). Alienando mis sentimientos agresivos me quedo sin capacidad de reacción. Alienando mis juicios sexuales me quedo sin disfrute. Alienando mis prejuicios me quedo sin contacto. Alienando mis celos me quedo sin amor... y así un largo etcétera.

Como dice Fritz Perls: "El proyector no sólo tiene la tendencia a desposeerse de sus propios impulsos (achacándoselos a los demás), sino que también tiende a desposeerse de aquellas partes de él mismo donde se originan dichos impulsos".

La terapia Gestalt intenta poner conciencia a tanto deshacerse con una propuesta integrativa: irse identificando con todo aquello que voy proyectando fuera, de manera que al volverlo a "colocar" dentro, pueda re-apropiarme de ello, aumentando con ello mi conocimiento (la parte trascendente de la proyección). De este modo puedo comenzar a aceptar todo aquello que he ido tirando fuera de mí, e irme completando como persona, creciendo y madurando durante el proceso.
No es un camino fácil, pero funciona.


jueves, 23 de abril de 2015

Improvisando...

"Camino. Vacío. Despierto. Un elefante. Un elefante, se balanceaba... 
El elefante ahora lleva tutú, y baila un vals de Chopin,
con una hipopótama sorprendentemente grácil de Disney. Uno, dos tres... Uno, dos tres...
Quiero bailar un tango. ¡Quiero bailar un tango!
Madre mía, tengo-necesito-deseo imperiosamente aprender a bailar un tango.
Nanananaa nanananaa nananana nananáaa...
Sexy. Caliente. Voluptuoso.
Tu pierna entrelazada con la mía.
Un-dos-tres, un-dos-tres, un-dostres...
Un salto y estoy llevando el paso en una marcha militar. Hop!
Los militares a mi lado llevan narices rojas de payaso.
El teniente que ahora es un sargento nos observa y detiene la marcha, muy enfadado
"¡Quítense esas narices!", nos grita,
y hop! de la nariz nos sale una flor."

Ejercicio escrito de improvisación.



Improvisar significa dar un salto al vacío, atreverse a salir de lo cómodo y habitual, y dar un paso en terreno desconocido. Improvisar significa conectarme con mi parte creativa y, por tanto, con mi deseo. Improvisar, en fin, significa caminar hacia la espontaneidad.

No es nada fácil. Ante una situación concreta, todos tenemos un abanico de respuestas bien aprendidas y que, invariablemente, nos permiten permanecer en la región de lo conocido, es decir, ante la situación A, respondo B (y siempre que lo hago, sé aproximadamente lo que va a ocurrir después, lo cual me deja tranquilo). Como mucho, puedo tener un abanico de respuestas, siempre limitado: B, C, D... y todas ellas, aún asumiendo un mínimo riesgo, me dejan en terreno cómodo.

¿Qué es esto de terreno cómodo? Todos aquellos lugares que asumo como conocidos y que, por tanto, no me ponen "en riesgo". Incluso si una de las respuestas antes mencionadas (pongamos que "D") es la que menos me apetece, bien sea porque no es la que tengo más ensayada, bien sea porque supone asumir un punto doloroso o desagradable de mi personalidad... incluso así, digo, se trata de una respuesta cómoda. Porque ya sé (o eso creo) lo que va a ocurrir después. No me deja en bragas ante lo desconocido. No tengo que asumir el riesgo de perder el control.

Claro que todos estos patrones de respuestas (y cada uno de nosotros tenemos nuestro abanico, más o menos grande, pero limitado al fin) están bien aprendidos desde bien pequeñitos. En su momento, estas respuestas me ayudaron a sobrevivir ante una situación vivida como un peligro (y para un niño, un peligro mortal). Fuera realmente así o no, no importa. Para cada uno el abanico se fue reduciendo a fuerza de aprender que "esto no", "así no", "esto no se dice", "eso no se toca", "no hagas eso" y otras situaciones más o menos dolorosas. Al ir creciendo, estas y otras respuestas incorporadas gracias a la experiencia, se fueron ensayando y perfeccionando, hasta tener un abanico precioso y reluciente (y siempre el mismo). De modo que, cada vez que me encuentro ante una situación... me voy a mi abanico de respuestas aprendidas y escojo la más conveniente... o la más aprendida... o la menos riesgosa, y repito el patrón una y otra y otra vez.

No suena muy libre, ¿verdad? Para mí supone un dolor enorme encontrarme repitiendo el mismo guión una vez tras otra. Yo que me creía un ser libre, creativo, imaginativo... descubro que tengo mi abanico, como todos los demás.

Oh no, esto no significa para nada que no seamos seres libres. En absoluto. Significa que nuestra libertad es muy limitada, y que libremente hemos decidido elegir cuál será nuestro abanico, nuestro repertorio de respuestas.

Claro que se podría pensar que, ¿cómo pude yo elegir esto, si lo aprendí de chiquito? Quizás no en aquel momento. Pero sí ahora. Sí ahora y en cada momento que decides rebuscar en el saco de respuestas viejas y no preguntarte por lo que tú necesitas, y si esta respuesta que ahora mismo estás dando sin darte cuenta siquiera responde a lo que realmente quieres decir y/o hacer.

Pero ¿cómo salir de aquí? La recuperación de la espontaneidad es vital para volver a conectar con nosotros y salirnos de este abanico-prisión. De alguna manera, se trata de volver a ser un niño y re-descubrir el universo con ojos que lo ven todo por primera vez, sorprendidos e incluso con miedo, por qué no.


Dice Keith Johnstone en su magnífico Impro. Improvisación y el teatro (Ed. Cuatro Vientos, 2003), que "La espontaneidad significa abandonar algunas de nuestras defensas" y parece que no hay más remedio. Si la espontaneidad es el remedio contra la cárcel del ego, entonces por el camino habrá que librarse de alguna de las defensas y mecanismos que lo mantienen.

Y para ello la terapia Gestalt ofrece su conocido remedio de:

Vivir el Presente + Darse Cuenta + Responsabilidad.

Obviamente, el darme cuenta de que estoy de nuevo utilizando el mismo mecanismo, y de para qué lo estoy haciendo, me facilita el hacerme responsable de mis decisiones, al tiempo que me ayuda a vivir más en el momento presente.

Así, recuperar mi espontaneidad significa ser consciente de mis deseos, al tiempo que de mis necesidades. Responderme a la pregunta "¿qué quiero?" o "¿qué necesito?" en cada momento, me ayudará a obtener una respuesta que, muy probablemente, comience a caer fuera del saco de lo conocido. Entonces, no me quedará más remedio que decidir caminar por este nuevo camino o no, sabiendo ya lo que me pierdo.


Recuperar mi espontaneidad también significa conectarme con mi fuerza creativa. El ser espontáneo responde a sus deseos observando su "punto cero" interior, aquel lugar de donde nacen todas las respuestas, el vacío fértil del que habla Paco Peñarrubia. Reconectarme con mi creatividad me ayuda a ampliar mi universo, la gama de colores con que siempre he visto la vida adquiere matices nuevos, recupero sensibilidades dormidas, empiezo a fiarme de mi intuición.

El Teatro ofrece un espacio fantástico para recuperar la espontaneidad: la Improvisación.

Un espacio de improvisación es un espacio donde lo que prima es el vacío. Y el vacío puede ser tanto la nada como el todo, pues ambos son lo mismo. Es decir, enfrentarme a un escenario donde nada hay y en donde comienza a surgir algo: una propuesta, un verso suelto, un murmullo. Todo es bueno si todo surge de mí. Y ante lo que surge, es importante entregarse. Confiar. La imaginación ya está puesta en marcha y es como un río ante el que hay que dejarse llevar por la corriente, con la pasión puesta en el camino, y la sorpresa de lo que ha de llegar inmediatamente después.

A la hora de improvisar, es importante decir  a lo que surge, por muy loco que sea. Dice el mismo Johnstone:

"La mayoría de la gente que conozco está secretamente convencida que es un poco más loca que el promedio. Las personas saben de la energía necesaria para mantener sus propias defensas, pero no de la energía que gastan los demás. Comprenden que su propia cordura es una actuación, pero al enfrentarse a otros, confunden a la persona con el rol.
La cordura no tiene directamente nada que ver con la forma en que pensamos. Se trata de presentarnos como seguros."

Todos gastamos una cantidad ingente de energía, día a día y todos los días de nuestra vida, en mantener bien sujeta esta estructura donde me siento seguro pero de donde no me puedo mover con facilidad. Se trata de una estructura rígida (el carácter o ego), que no me permite ser flexible y, por tanto, tampoco espontáneo, ni estar alineado con mi deseo.

Se trata pues, de poner toda esta energía (o bien, no seamos ambiciosos, un poquito al menos) a nuestro favor. Retomar un poquito y ponerla en la improvisación. Decir  a lo que sale. Fiarse de la propia creatividad, del genio interior. Os aseguro que salen cosas asombrosas.

¿Improvisamos?


domingo, 22 de febrero de 2015

¿Cuándo empezar?



Hay muchas maneras y motivos por los cuales comenzar un proceso terapéutico.

Algunos comienzan atendiendo a un síntoma particular, que aparece de repente en sus vidas y que no casa con lo habitual: un dolor intenso, una angustia repentina, un miedo paralizante. Otros llegan tras un tiempo en que no han encontrado respuestas, o ante el desencanto de una vida que no es lo que esperaban. Hay otros que llegan buscando conocimiento, ampliar el retrato que de uno mismo se tiene.

Llegado el momento, cada uno atiende a la razón que le lleva a comenzar su proceso terapéutico. Para mí, éste es un momento mágico, en el que, muchas veces sin darnos cuenta, estamos escuchando la llamada de una fuerte necesidad interna, una búsqueda de ayuda, una mano amiga que nos ayude a levantar y nos recuerde que tenemos fuerzas suficientes, alguien que nos escuche.

Sea como sea que uno llega a la terapia, lo común es que en este primer momento ya se está ampliando la conciencia, al atender esta necesidad interna y buscarle una respuesta.

En mi caso, todo comenzó buscando una guía, un nuevo modelo. Me encontraba en un momento sumamente angustioso de mi vida, al darme cuenta de que no sabía vivir. Dicho así, puede parecer hasta escandaloso, y sin embargo es rigurosamente cierto. En un momento de mi vida, me doy cuenta de que tal y como he vivido hasta entonces, la cosa no funciona. Hay algo que no encaja, pero no sé qué es, dónde está, y de encontrarlo, cómo repararlo. Necesito otro modelo de vida, algo que me enseñe cómo relacionarme (especialmente con aquello que más quiero) de manera más sana. Y así llegué a mi terapeuta, y hasta hoy, ha sido lo mejor que he podido hacer para mí mismo.


La mayoría llegamos al sillón de paciente en un momento de crisis, más o menos fuerte. Se dice que los chinos utilizan el mismo término tanto para decir "crisis" como "oportunidad". Sea cierto o no, lo maravilloso es que cada crisis encierra una oportunidad para salir de ella, aprendiendo además por el camino transitado. De la misma manera, nuestro término actual para definir una "crisis" proviene del griego κρίσις, que significa "separar" y también "decidir". Separar aquello que nos conviene de lo que no nos conviene, aquello que deseamos de aquello que ya nos es obsoleto. Y decidir qué hacer, ante una situación determinada, con lo que nos ha sido dado.

La terapia aparece como un lugar donde poder aclarar qué hacer con este momento. No porque el terapeuta se dedique a plantear soluciones a problemas ajenos (al menos, no en mi caso ni en lo que conozco de la Terapia Gestalt), sino porque se posibilita un espacio en el que el paciente pueda atender con mayor atención a aquello que le pasa. Un espacio en el que desbrozar un poco el asunto de las respuestas mecánicas y automáticas, que aparecen una y otra vez, limitando nuestra capacidad de respuesta a un abanico muy reducido y no siempre deseado. Un espacio en el que escuchar la propia voz y dar protagonismo a la necesidad que aparece en este momento, bien sea solventar esta crisis o no.

Vivimos en una sociedad enferma, altamente neurótica, y desde bien niños nos inculcan que "lo sano" es amoldarnos a esta enfermedad, volviéndonos nosotros también neuróticos en el proceso. La neurosis no es una locura, por tanto, sino lo que la sociedad de hoy llama "normalidad". Y por esta normalidad se entiende un manojo muy limitado de respuestas a situaciones tan diversas como la vida misma. El neurótico, como lo define Claudio Naranjo, es alguien que ha dejado de estar en contacto consigo mismo y responde de manera mecánica. Hemos perdido por el camino aquello que era lo más sagrado: a nosotros mismos.

Baste considerar tan solo dos síntomas: la insatisfacción y la incapacidad de vivir en paz (G. Borja). Estamos inmersos en los tiempos del vivir de prisa, sin parar, y con la exigencia de mostrar un alto grado de entusiasmo al hacerlo: un nuevo trabajo (sea en las condiciones que sea), un modelo de familia, una casa mejor, un coche más rápido, amigos, éxito, dinero... Queremos más, mejor y más rápido, inmersos en una espiral que nunca acaba, y perdiendo la tranquilidad y la paz por el camino. Y lo peor, es que ni siquiera lo disfrutamos, olvidándonos del grato sabor de la satisfacción.

Y ante toda esta marea, ¿cuál puede ser el ancla que nos detenga y aferre a nosotros mismos? La clave está, curiosamente, en la propia enfermedad.

Dice Guillermo Borja, en su maravilloso manifiesto terapéutico, La locura lo cura (Eds. La Llave): "Lo que más atemoriza al ser humano es caer en una crisis, porque pone de manifiesto todo lo que está irresuelto: la dependencia, la necesidad, la carencia... No se puede resolver nada profundo si no es a través de una crisis, pues ella misma posee los elementos de la curación. Los procesos terapéuticos deben buscar los momentos de crisis, provocarlos, no irlos suavizando. La crisis del paciente es una estrategia heroica. El ego viene de tal manera disfrazado que parece que sufre, que pide ayuda, pero lo único que intenta es fortalecerse y seguir en el trono. ¡El ego intenta la salud pasando primero por un salón de belleza! Sin embargo, el proceso de la curación pasa por convertirse en un enfermo más enfermo".

Y es totalmente cierto: si uno pretende superar esta crisis, si uno pretende llegar algún día a un mínimo de curación de la neurosis que lo maniata, entonces irremediablemente ha de pasar por el propio infierno, y lo primero es reconocerse como enfermo, como neurótico, como persona dañada y encarcelada por sus propios mecanismos, prácticamente sin libertad ni autonomía para elegir libremente, y aprender del cómo uno hace para reproducir y realimentar estos mecanismos.

Es por ello que, entrar en la propia neurosis señala el camino de la curación, es decir, la locura es la cura.

Entrar en la locura quiere decir perderse en los recovecos de la enfermedad y reconocerla como propia, con todos sus secretos y hábiles mecanismos de funcionamiento, tan aprendidos desde bien pequeños. Entrar en la locura significa de alguna manera perder los límites de lo conocido hasta ahora y arriesgarse a entrar en lo desconocido de uno mismo, no por ello menos propio, para descubrir lo realmente auténtico: ¿reacciono así o asá, ante tal asunto por gusto, por propia elección? ¿o es esta la manera que he aprendido toda mi vida y nunca me he planteado si me pertenece, si es lo que quiero en este momento? ¿lo que quiero me asusta? ¿me doy derecho a concederme aquello que más deseo? ¿qué es el permiso y qué es lo que reprimo?

Entrar en la locura aparece como el camino para recuperar el instinto, lo intuitivo, la conexión con lo verdadero que llevo dentro, con lo auténtico, aunque muchas veces pueda parecer disparatado o inconveniente. Y esto es algo que ya llevo dentro, nadie me lo ha de enseñar. Sólo quizás recordarme que yo ya tengo todas las respuestas, dentro de mí.

Así que, ¿cuándo empezar un proceso terapéutico? No existe un momento mejor que otro, ni tampoco uno peor. El momento es ya o no es nunca, tú decides.