Despedida y Cierre



Dicen que cuando una puerta se cierra, una ventana se abre. No sé si esto es siempre así, pero es indudable que la vida está llena de oportunidades y a veces es necesario terminar con un asunto antes de poder comenzar con otro.

En terapia, como en la vida (lo uno no es indiferente a lo otro), es tan importante abrir como cerrar. Abrir una sesión o una serie de sesiones implica colocarse, centrarse en el asunto en que uno está, poner conciencia al aquí y ahora de lo que me sucede y hacerme responsable de lo que necesito. Cerrar realmente implica lo mismo, al menos en cuanto a la conciencia de que lo que estoy haciendo aquí y ahora es terminar con un ciclo, con un asunto.

Cuando soy consciente de que algo ha llegado a su fin, se abren ante mí dos posibilidades: mantenerme pegado a esa situación o dejarla marchar. Lo uno me mantiene en la locura de siempre, gastando mi energía en un asunto permanentemente inconcluso, recurrente, que vendrá una y otra vez. Lo otro me libera de esa carga. Dejar marchar es dejar morir, dar permiso para que algo concluya, desprendiéndome y siguiendo mi camino.


En la mitología nórdica existe la leyenda de las nornas, espíritus divinos que viven a los pies del árbol Yggdrasil, el árbol del mundo, donde tejen sin descanso su telar, en el que cada uno de sus hilos representa la vida de un hombre. La longitud de dicho hilo dará la medida para el tiempo que vivirá cada persona. El mismo mito existe en la Grecia antigua, donde las parcas rigen el destino de la vida de los hombres: una desmadeja el hilo de la vida, otra lo alarga, y finalmente otra lo corta. Cada cosa tiene su principio y su final, y aceptar lo uno y lo otro implica aceptar la realidad tal cual es, con su duración e intensidad.

Aceptar el final de algo en mi vida significa cuidarme. Igual que las nornas cuidan y riegan el árbol de la vida, uno riega y cuida como puede su vida en su día a día. Si me mantengo pendiente de las historias que tengo por cerrar, no tengo disponibilidad (o ésta será muy precaria) para hacerme cargo de lo que sucede en mi presente, impidiéndome por tanto poder disfrutar y saborear lo que me suceda aquí y ahora. Por tanto soltar los hilos que me mantienen atado me ayudan a tenerme en cuenta y a aumentar el registro de sabores que puedo paladear a cada momento.

¿Y cómo, entonces, cerrar un asunto? Personalmente creo que lo primero es el darse cuenta de que lo que sea, se ha acabado. Ser consciente de que efectivamente algo se ha acabado me da la fuerza necesaria para poder despedirme. Por eso es tan importante sacar a la luz todos esos viejos asuntos pendientes del pasado. El pasado ya no existe. Todo eso está muerto ya. Lo que queda, es mi empecinamiento en mantenerme ahí, insuflándoles vida a cuerpos muertos, como el doctor Frankenstein, manteniéndome en la locura de que aquello que sucedió entonces (la pelea, la muerte de un ser querido, el fin de una relación, mi salud o enfermedad, aquel trabajo que no salió...) sigue vivo aquí y ahora y, por tanto, manteniendo muertas todas las zonas de mi ser que permanecen pegadas a ese asunto.

Entonces, puedo probar a despedirme. Una vez soy consciente de que mi asunto está ya muerto, llega el momento del duelo. Y el duelo implica desde luego siempre un dolor, el dolor de la despedida, sabiendo que aquello (fuera gustoso o desagradable) que era ya no será más. Ya no volveré a verte. Ya no volveré a sentir tu calor o a escuchar tus gritos. Ya no volveré a levantarme a las 7:30 para ir a trabajar. Eso se acabó. Adiós. El lenguaje es muy sabio, por eso en castellano para despedirnos utilizamos el Adiós, es decir a-Dios, y a Dios le mando el muerto, al cielo o a donde corresponda, ahora ya no es asunto mío.

Cerrar, entonces, abre la puerta a la despedida. Y ésta puede ser larga o corta, gustosa o no. A veces se mezclan sentimientos de alivio y añoranza, y de miedo a lo que vendrá ahora, pues esto que me era tan conocido y que tan presente estaba día a día ya no está. Ahora hay espacio para que entren cosas nuevas. Puedo despedirme con un apretón de manos o con un portazo, eso ya depende de mí.

El duelo también tendrá su duración. Hoy en día en nuestra sociedad actual ya no se lleva tanto aquello de velar al muerto, que antes se hacía de manera natural, en las propias casas, en el lugar donde el muerto había vivido, rodeado de sus cosas y sus familiares. El proceso de velatorio tenía desde luego una función, y ésta era hacer a los seres queridos conscientes de la pérdida, del nuevo estado de nuestro familiar, de que algo ha cambiado y ya no volverá a ser lo mismo. Además, permitía la despedida y el comienzo del duelo, es decir, de sentir el dolor que la pérdida me causa. Todo este proceso, aún teñido de dolor y muerte, es esencialmente reparador, pues me permite dejar al muerto en su lugar, darle el estatus que le corresponde ahora, y yo ocuparme en mi presente.

Esto, desde luego, no implica que se muera el cariño que se sentía. Algo cambia, y el amor permanece.

El cierre, entonces, es como un vaciarse de algo que ya no me sirve para crear espacio nuevo, para que algo nuevo llegue y llene mi vida. La vida, las personas, los ciclos vienen y van, y en nuestra mano está qué hacer con el tiempo que nos ha sido dado.


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